No hay nada mejor que imaginar otros mundos para olvidar lo doloroso que es el mundo en que vivimos. Umberto Eco
No recuerdo si comenzó antes, o fue a partir de que mi Querubín, drástico como él era, emprendió el viaje sin retorno. Desde entonces, el silencio de la casa me permite percibir la vida propia de los objetos que me acompañan: la tristeza del piano mudo, la centenaria sinfonola me exige a gritos atención médica. Por la noche en los libreros, escucho a Quevedo discutir con Cervantes, Ibargüengoitia y Monsiváis se arrebatan la palabra mientras Rulfo, serio y callado los observa a todos.
En cuanto enciendo la luz, callan y vuelven a las páginas de sus libros. Desde que pasándole la mano por el lomo, le digo gracias chula, mi impresora se muestra menos rejega. Fíjate en lo que haces idiota, le grito al sacacorchos cuando se pone necio. El lenguaje que no alcanzo a descifrar, es el de la tecnología. Mantengo una batalla permanente con un majadero IPad, que a pesar de mis amenazas se niega a obedecer. La tele y sus controles sacan lo peor de mí, me irritan. Basta que yo equivoque una tecla, para que la pantalla se ponga muy loca. Antes unos golpecitos en la espalda de la tele, funcionaban. Ahora la insulto, pateo los controles, blasfemo.
“No le pegues así porque si se enoja te va a responder”, advirtió alguna vez mi Querubín, quien con una paciencia que ni Job, recibía en el teléfono interminables instrucciones hasta devolver la cordura al enloquecido aparato. En cuanto a entenderme con las aves, tampoco lo hago mal: lástima pequeñín, yo no me meto en tu casa, tú no te metas en la mía, le grito a algún atarantado colibrí, de los que eventualmente se meten en mi terraza y buscando la salida se azotan contra los vidrios.
Con el horroroso loro de mi hermana no tengo tanta paciencia. Cuando al verme llegar me grita Ramona; no soy Ramona imbécil, le respondo. Mi idioma perro es mucho más fluido y me permite mantener largas conversaciones con Rico, quien con la mirada bien fija y su carita ladeada, me escucha atentamente. Cierto que convoco su atención con bocaditos de tocino, aunque cuando no le convence mi tono de voz, los desprecia. ¿Acaso no sabes que en el mundo hay muchos perros que no tienen qué comer? Pero Rico es insobornable y su sensibilidad se aviene muy mal con mis desapariciones; las resiente de tal manera, que cuando vuelvo de un viaje, no alza las orejas ni mueve la cola en reconocimiento, como Argos, el viejo perro de Ulises. A mis frecuentes regresos, el pequeño Yorkshire que me acompaña a vivir, se para muy serio frente a mí, mirándome a los ojos me grita: bien, ya llegaste ¿y a mi qué?, y sin siquiera darme un abrazo pachón, se aleja. Me retira la palabra por algunos días hasta que cualquier tarde, salta al sofá y se acurruca junto a mí para mirar la tele y comentar las series que nos gustan. Su actitud me recuerda el poema que Margarito Ledesma dedica a su perro Canelo: “era un perro de buen paso/ que siempre me obedecía/ sólo cuando no quería/ entonces no me hacía caso/ No hables y no hablaba/ no comas/ y no comía/ no tosas/ y no tosía/ era un animal tan bueno/ menos cuando no quería/ Y pues sí, con la imaginación a todo trapo, en mi casa todo va cobrando vida”.
Y no me siento sola en eso. Cada día hay más gente viviendo amores y contando por miles a los amigos imaginarios. Yo por lo menos tengo una interacción personal con mis interlocutores. Además, ¿por qué no honrar la imaginación que es el toque divino que Dios concedió a los humanos? Como decía Ray Bradbury, hay que inyectarse cada día de fantasía para no morir de realidad. Estando las cosas como están, es preferible el mundo imaginario a la horrorosa realidad. Y por si usted pacientísimo lector tiene algo que decirme; lo escucho en mi nuevo correo: [email protected]
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