Jesús Ramírez-Bermúdez
Entrevista

Jesús Ramírez-Bermúdez

Jesús Ramírez-Bermúdez es una de esas personas a quien, una vez que se les conoce, es imposible no seguir: además de ser jefe de la Unidad de Neuropsiquiatría del Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía, y de haber publicado más de setenta artículos científicos, ha desarrollado una brillante carrera literaria con cuatro libros publicados: Paramnesia (Sudamericana, 2006), Breve diccionario clínico del alma (Debate, 2010), Un diccionario sin palabras (Almadía, 2016) y Depresión, la noche más oscura (Debate, 2020).

Doctor en Ciencias por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y miembro nivel II del Sistema Nacional de Investigadores, fue distinguido con el Premio Bellas Artes de Ensayo en 2009 y ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Con motivo de la aparición de su libro Depresión, la noche más oscura, accedió a conversar con Siglo Nuevo acerca de la depresión y los prejuicios que la rodean, los efectos psicológicos de la pandemia por la COVID-19, el provechoso binomio ciencias-artes, y sobre las bases neurológicas de ese complejo fenómeno que llamamos inspiración.

El diagnóstico y el tratamiento de la depresión parecen haber sido al mismo tiempo una lucha contra los prejuicios. En tu libro hablas de Philippe Pinel, quien hacia 1793 suspendió los tratamientos con cadenas y las sangrías. ¿Cuáles prejuicios existen hoy respecto a lo que llamamos depresión?

Sin que yo sea un historiador, los grandes prejuicios son el resultado de ese tejido cultural de fondo que muchas veces no somos capaces de ver porque estamos formateados dentro de ese mismo tejido. Pinel fue capaz de romper con las prácticas de su tiempo gracias a la Ilustración y a la Revolución Francesa, que fue una ruptura de ese armazón que sostenía la postura europea con sus prejuicios. Analizar los prejuicios del presente es difícil porque implica esa capacidad de subir a un monte para tener una visión panorámica. Pero tenemos algunas pistas: sabemos, por ejemplo, que estamos inmersos en una cultura que tiene que ver con el sistema capitalista, y que tiene que ver con el darwinismo social y con el fenómeno de la competencia. Pareciera que la sociedad es un torneo donde los fuertes son los que triunfan. Esa dicotomía está muy presente en Estados Unidos: el winner y el loser. Desde esa lógica, uno de los prejuicios más importantes tiene que ver con esa especie de sinonimia, hasta cierto punto inconsciente, que se establece entre la depresión, la víctima y los perdedores del torneo. A lo mejor allí hay un primer prejuicio. Ahora bien, me pregunto cuáles son los grandes prejuicios que nos vienen del otro gran paradigma social que hemos construido en el último siglo: el socialismo con sus vertientes totalitarias y etcétera. Creo que allí hay otros que quizá no estamos analizando plenamente. Podría ser algo opuesto: la idea de que todo lo que le pasa al individuo está determinado socialmente y no hay margen de autonomía ni de maniobra para que pueda valerse por sí mismo.

Foto: Behance / Ilhaam Khan

Tu Breve diccionario clínico del alma, nos recuerda que el otro, el distinto, suele ser alguien que nos da miedo. ¿Ocurre algo similar con quienes sufren depresión: se les ve como indeseables?

Sí, hay casos muy graves de depresión. Tan graves, por cierto, que deben ser tratados por alienistas, y hoy en día corresponden a lo que se llama depresión psicótica. Esa una zona de transición muy interesante entre lo que llamamos depresión y otros trastornos mentales más graves, como la esquizofrenia. El punto es que la depresión es socialmente indeseable porque contradice todas las historias sociales que nos contamos acerca de cómo “nos la pasamos bomba”. El discurso de la persona que tiene depresión, su actitud psicomotriz, su lenguaje corporal, contradicen mucho todos esos cuentos de hadas que nos contamos para no tener que meternos a las profundidades de, por ejemplo, los efectos colaterales de ese gran torneo social.

En el libro abordas las estadísticas de suicidio: ¿podemos pensar que los suicidios son la punta del iceberg que sugiere un problema de salud pública mayor?

Creo que sí. Es como una bandera roja que apunta a la disfunción de ese sistema de competencia. Se habla ahora de la sociedad del rendimiento y cosas de esa naturaleza. No pocas sociedades hoy están obsesionadas con el rendimiento y otras nociones de perfeccionismo. Incluí en el libro esas tablas estadísticas de suicidio en distintos países como un testimonio de lo que dicen los datos para que luego empecemos a interpretarlos con nuestros mejores instrumentos, pero honestamente no creo que haya una sola explicación. Esto me recuerda lo que comenta Victor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido. Como sabes, él estuvo en un campo de concentración y después, al escribir el libro, se pregunta ¿cómo es que casi nadie se suicidaba en los campos? Era relativamente fácil irse a agarrar de la malla eléctrica y electrificarse. Aquí viene otra cosa súper interesante que además nos conecta con el tema de la literatura: la curiosidad. Frankl ve posible que muchos prisioneros no se suicidaran simplemente por curiosidad, para ver qué pasaba al día siguiente.

¿Cómo distinguir un duelo saludable de un cuadro depresivo?

Me interesa mucho esa discusión en torno a cuáles son los criterios. Lo que no podemos hacer es atribuirle artificialmente una dimensión patológica a las experiencias que son parte de nuestra vida emocional. Ser humano es, forzosamente, lidiar con las pérdidas. Creo que el caso del duelo es muy ilustrativo: hay formas de duelo que se complican, así le llamamos, duelo complicado. Ahorita con la COVID-19, por ejemplo, hay muchas personas que viven un duelo complicado porque no pudieron despedirse de sus seres queridos, fueron separados de ellos de forma dramática y no pudieron establecer los rituales necesarios para transitar a través del duelo. Entonces, allí puede haber casos de duelo complicado que colinden con la psicopatología, por ejemplo.

Actualmente hay muchos duelos complicados porque las personas no pueden despedirse físicamente de sus seres queridos en esta pandemia. Foto: nbcnews.com

Algunos empiezan a tener síntomas de estrés postraumático; incluso hay quienes, durante el duelo, llegan a desarrollar síntomas de psicosis como alucinaciones y delirios. Hay una zona de transición, pero en la gran mayoría de los casos el dolor de la pérdida y las emociones que se tienen que transitar, no implican que se tiene una enfermedad que necesita un tratamiento médico. Por ejemplo, la diabetes sí es una enfermedad que necesita un tratamiento médico aunque también tiene su camino simbólico, pero el caso del duelo es a veces nada más una condición que requiere un tránsito por un camino simbólico.

Hay una tendencia a veces un poco simplona, incluso dentro de los propios médicos, a patologizar muchas de esas experiencias. Todavía es un tema de mucha discusión al interior de la medicina: ¿A qué le vamos a llamar enfermedad? Sorprende que no tengamos una definición universal de enfermedad. No la hay. En el libro yo usé la de Ruy Pérez Tamayo: llamamos enfermedad a aquella condición clínica donde hay sufrimiento y suele haber un problema, donde se puede demostrar la presencia de una lesión celular o de una pérdida del equilibrio fisiológico en el paciente. No en la teoría, ni en lo que el paciente cree. Por ejemplo, hipotiroidismo: tú demuestras que el paciente tiene una reducción en las concentraciones de las hormonas de la tiroides. Hacerlo en la depresión es más complicado.

¿Cómo ha cambiado tu actividad con la pandemia?

Me ha tocado atender pacientes principalmente. Pacientes que llegan a servicio de urgencias en el hospital, como consecuencia de que perdimos mucho personal médico, algunos porque se infectaron o porque tuvieron que estar en cuarentena, otros porque tuvieron formas más graves de la enfermedad y tuvieron que estar hospitalizados o en terapia intensiva, otros porque pertenecen a las poblaciones de riesgo y no pueden ir a trabajar. Por todas esas razones tuvimos que reconfigurar algunas actividades de nuestro hospital. A mí, por ejemplo, no me había tocado hacer guardias en urgencias desde hace 20 años, y ahora sí lo he tenido que hacer. Eso te da una visión más cercana de lo que es la realidad clínica de la pandemia, aunque todavía está muy lejos mi experiencia de la que tienen gentes que están muchísimo más cerca: las terapias intensivas, etcétera.

Me pongo a pensar en el impacto social que tienen las medidas de prevención como la cuarentena. Fíjate qué experimento social tan interesante: dos mil seiscientos millones de personas han estado en cuarentena en el mundo. Es el experimento social más grande que conocemos. Y me quedo pensando ¿no podríamos hacer experimentos sociales similares para resolver otros problemas como las adicciones, la violencia contra las mujeres o la violencia en general?

Foto: Debate

¿Cómo conviven en ti el neurocirujano y el escritor?

Como sabes, en mi familia ha estado siempre presente el mundo de las letras, por supuesto por mi papá (el escritor José Agustín, una de las plumas esenciales del siglo XX en México); también su hermano, que era pintor, fue de algún modo mi maestro de filosofía. Mi padre era un lector impresionante. Por ejemplo, cuando era adolescente empecé a leer ciencia-ficción: en el tiempo que me llevaba a mí leer tres o cuatro libros, mi padre leía cuarenta. Y así me la aplicaba con todo. Era un lector voraz. En la familia todos nos volvimos muy aficionados a la lectura y a los libros. En mi caso siempre sentí que la literatura enriquecía mi vida porque me daba esa visión panorámica de fondo de la que hablábamos hace rato, y para mí era muy importante y muy necesaria porque me ayuda a darle sentido a las cosas. La medicina te formatea, es dura y te da valores, pero en realidad no te ayuda a entender el sentido de las cosas porque en la medicina hay muchas cosas sin sentido. Hace unos días en Twitter un escritor comentaba: “Siento que con la pandemia nuestros trabajos no tienen mucha importancia, no pueden salvar vidas”. Y yo le decía: “Es verdad que los médicos salvan vidas, pero una vez que salvas una vida, ¿para qué la quieres?”. Creo que para contestar esa pregunta se necesitan la literatura, las artes y las humanidades.

Podemos decir entonces que los médicos salvan vidas, pero la literatura ayuda a darles sentido a esas vidas.

Sí, es una hipótesis que me atrevería a defender.

Volvemos a Frankl y a El hombre en busca de sentido

Sí, es cierto. La ciencia médica te enseña a observar los hechos clínicos, elaborar una hipótesis científica y contestarla por medio de las herramientas de la ciencia, pero cómo esas vivencias se convierten en parte de la gran corriente de nuestras vidas y cómo podemos aprender unos de otros, yo creo que ese es el sentido de las humanidades. Somos un ser cultural. Biológicamente hay una condición a la que los primatólogos le llaman altricialidad: qué tanto una especie está determinada genéticamente para depender más tiempo de sus padres. En la medida en que las especies dependen más tiempo de sus padres hay una oportunidad para la transmisión cultural, por así decirlo, incluso en otras especies, pues así el aprendizaje de uno influye en el aprendizaje de los otros. Si, por decirlo con una licencia poética, la cultura es la vocación de nuestra especie, entonces el aprendizaje de estos escenarios tan problemáticos de la química sí tiene un valor cultural. Cosas que le están pasando a uno tienen importancia para cómo los demás van a entender lo que significa estar aquí en la Tierra y tener una experiencia de vida, aunque no nos afecte directamente a nosotros, pero cambia nuestra visión panorámica de la vida. Esa es, a grandes rasgos, mi filosofía personal de la creación literaria.

Jesús Ramírez-Bermúdez. Foto: Twitter

En Un diccionario sin palabras evocas una especie de juego ético que tenía tu padre cuando tú y tus hermanos eran niños. Les empezaba a cuestionar con algo a lo que le llamaba “el lenguaje de la moral”. Les narraba una situación cualquiera y después les preguntaba ¿hice mal o hice bien?

Sí, era uno de sus juegos clásicos. Por ejemplo nos decía: Hoy saludé a un policía, ¿tú crees que hice bien o hice mal? Hiciste bien, porque hay que ser amable con las personas. “Hice mal, porque los policías se la han pasado golpeando gente”, decía él, y cuando nos convencía de que había hecho mal, cambiaba sus argumentos: “Hice bien porque esos cabrones también pueden aprender buenas maneras…”, siempre nos la cambiaba.

¿Sientes que ese juego te preparó para enfrentarte a los dilemas éticos de tu profesión?

Sí. Me preparó en el sentido de que, con mi padre, todo el tiempo eran juegos intelectuales que nos ayudaron mucho a tener flexibilidad cognitiva. Aquí entramos otra vez al terreno donde la biología hace frontera con la cultura. La flexibilidad cognitiva es una de las capacidades del cerebro humano, en particular de la corteza prefrontal, que distingue a los sujetos más creativos y más inteligentes de una comunidad. Cuando se pierde la flexibilidad cognitiva generalmente entra en terrenos de la patología, por ejemplo, quienes sufren una lesión frontal y pierden la capacidad de formar conceptos donde hay reglas cambiantes. Otra vez: una de las virtudes de la literatura es enseñarnos a jugar con las ideas. Obviamente es jugar con las palabras. Mi padre tenía una definición corta de la literatura, le llamaba “el juego de las palabras”, pero extendiéndolo un poco creo que es un juego con las palabras, con las ideas, con los pensamientos. Indudablemente es una de las aportaciones de la literatura a nuestro sentido de vida global porque, si podemos jugar con las ideas, eso nos recuerda que también podemos transformar entornos y ver las cosas desde distintos ángulos.

¿Crees en la inspiración?

Sí, creo que es un término corto, no es un concepto plenamente desarrollado, pero es una palabra que captura una vivencia que tienen muchos escritores, muchos artistas y muchos científicos. Tratando de ver lo que hay debajo de esa experiencia: en algunos casos hay procesos de incubación, experiencias que se suman a lo largo de tu vida y van generando improntas, capas de aprendizaje y capas de memoria. A lo mejor una vivencia la tuviste a los 10 años, otra a los 15, en escenarios y con personas muy distintas, pero se va formando una arquitectura subterránea. De pronto, con un nuevo estímulo, pareciera que casi de la nada surge una idea. Esta experiencia suele ser asociada con mucho gozo. Por supuesto que, como todo escritor sabe, la mayor parte del trabajo consiste en el trabajo obsesivo de la edición y en todo lo que decía Carlos Fuentes, y que yo creo que tiene razón, pero también pienso que esos procesos de incubación de la mente sí son reales. Hay incluso creaciones asociadas al sueño como el Frankenstein de Mary Shelley o la molécula del benceno de Friederich Kekulé, con la que desarrolla la química orgánica. Creo que esto ocurre porque durante los sueños hay una falta de metabolismo en la corteza prefrontal, se pierde un poco el filtro racional y se establecen conexiones casi aleatorias entre ideas remotas. Es un poco lo que buscaba André Bretón con el surrealismo.

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