Los supuestos que hacemos en la vida nos llevan a creer, a aseverar, a convencer a los demás que lo que pensamos o hacemos es lo correcto. Por ejemplo, si yo creo que comer proteínas vegetales es suficiente para mi organismo, estoy pasando por alto muchos estudios científicos validados que nos dicen que la evolución del hombre obedeció a la ingesta de proteínas animales, por lo tanto, son necesarias para el desarrollo cognitivo y físico del ser humano. Sin embargo, sigo convencida y aliento a los demás a que sigan mi práctica.
Otro supuesto tiene que ver con el descanso: si yo creo que dormir poco no hace daño, o asocio el descanso con la indeseable flojera, en conjunto, estas ideas derivarán en pocas horas de sueño y poco descanso. ¿Qué tiene que pasar para que esa idea que tenemos por dogma cambie? Ah, pues muy fácil, tenemos que enfermar, tenemos que reconocer que los descuidos u olvidos obedecen a una falta de concentración dada por cansancio y éste a su vez lo experimentamos porque no dormimos lo suficiente o porque no nos nutrimos adecuadamente.
No todo lo que creemos es exactamente bueno, deseable o infalible. Al reconocerlo podemos abrirnos al cambio. Por desgracia existe una sobrevaloración de nuestras propias creencias y hay poca disposición a aceptar que podemos estar equivocados. ¿Por qué nos resistimos al error? ¿Qué nos hace creer que nosotros estamos bien y los demás mal? ¿Por qué enjuiciamos y etiquetamos de tontos, retrogradas, ignorantes, incultos a quienes tienen otra forma de vida? Me temo que hay un mal común, que no obedece a otra cosa que no sea el yo por encima de todo, el yoismo, individualismo, egocentrismo, narcisismo, caben bien en una misma canasta: la de la soberbia.
Este antivalor nos lleva a considerar que siempre tenemos la razón, a creernos más que el otro, a minimizar y ver por debajo del hombro a quienes tienen menos estudios, menos haberes, menos experiencias, menos lecturas, menos viajes, menos capacidades, menos seguidores, menos likes, menos amigos, menos invitaciones a bodas y cumpleaños, menos reconocimiento público, y por ende menospreciamos la capacidad del otro y no creemos que merezca ocuparnos de ellos si no es para descalificarlos.
Luego, estamos tan confundidos que mezclamos y mal entendemos soberbia y orgullo, el orgullo puede ser tan positivo como la mejor de nuestras cualidades porque se nutre de esfuerzo y metas alcanzadas, en cambio, la soberbia se alimenta de la admiración que experimentas hacia ti mismo, de la incapacidad de pedir perdón porque siempre supones que nunca te equivocas, del menosprecio por los demás que se traduce en prepotencia, indiferencia y desdén hacia los otros, el centro del mundo son ellos, los soberbios, de ahí su imperiosa necesidad de hablar de sí mismos. Tal vez valdría la pena decir que el sobreaprecio que tienen de sí, no corresponde a la realidad.
El orgullo es una emoción dual. Por una parte, es la valoración real de nuestros logros o de los logros de a quienes apreciamos o con quienes desarrollamos un vínculo de pertenencia. Sentimos orgullo por los padres, los hijos, los amigos, la ciudad que habitamos, el país que nos acoge, la universidad que nos formó, el coterráneo que triunfo, etcétera. Podemos suponer que el orgullo es la antesala de la soberbia, sólo si permitimos que se desborde, que rebase la medida exacta que es necesaria para autovalorarnos y reconocer la valía de los demás.
El orgullo no le viene mal a nadie, a menos que no nos permita ofrecer y aceptar una disculpa, acercarnos a alguien con quien tenemos un asunto pendiente, o cuando nos resistimos a recibir la ayuda del prójimo, de ahí el famoso dicho: “El hambre lo tumba, pero el orgullo lo levanta”.
La realidad es que la soberbia asoma su cara todos los días en todos los ámbitos: la política, el empresariado, en todos y cada uno de los quehaceres humanos. La soberbia también se disfraza de falsa humildad, aunque en honor a la verdad, engaña a pocos. ¿No crees que sería una buena idea revisar el tema a nivel individual y familiar? ¡Que no nos gane la soberbia!
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