Antonio Gamoneda: memoria del olvido
Entrevista

Antonio Gamoneda: memoria del olvido

El clima gélido envuelve en febrero a la ciudad medieval de León, en España. Son las siete de la noche, el sol ha renunciado a su jornada y permite que otros astros se reflejen sobre las aguas del río Bernesga. Ese mismo afluente baña los muros posteriores del antiguo penal de San Marcos, última morada de prisioneros durante la Guerra Civil española.

Cerca de la catedral, en un hogar de la callejuela Dámaso Merino, Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) trabaja atrincherado en la soledad de su estudio. Lo rodean paredes repletas de libros. Lo vigilan dos fotografías donde la juventud de sus padres se ha inmortalizado. Su escritorio, tapizado de papeles, espera que las ideas se asomen, como las ramas centenarias de un lauroceraso que espían tras el ventanal del jardín. Es la normalidad en la anormalidad de una pandemia que obliga a vivir recluido.

Se activa el timbre del teléfono. El longevo poeta contesta. Envía su grave voz al otro extremo del océano Atlántico. Viaja menos siete horas, como si se comunicara con el pasado. Entre las interferencias, la sonoridad del Premio Cervantes 2006 brota por el altavoz y se une al concierto de oficina en la redacción de un periódico mexicano: “Supongo que quiere que charlemos un poco”.

Durante la conversación, Gamoneda es un hombre esmerado en recordar. Se busca inquieto en el olvido. Vaga en la oscuridad de la sospecha. Avanza. Una astilla de luz le revela su primera infancia en Oviedo, donde quedó huérfano de padre al año de nacido. Después, en pleno estallido de la Guerra Civil, rememora la migración a León con su madre enferma. Luego revive el frío de la pobreza y el tiritar de la muerte. Cuando las palabras lo abandonan, la nieve de una memoria blanca lo cubre. Los recuerdos retroceden y el remanente de las pérdidas confirma su existencia. El poeta se permite olvidar, como escribe en Un armario lleno de sombra (2009), su primer libro autobiográfico: “La recuperación de la memoria no puede hacerse en términos de simple y estricta pureza”.

Don Antonio niega verse como un “hombre de pensamiento”. Se observa con la mejor o peor credencial de ser poeta. En su obra converge con objetos memorables creados por la palabra. Su poesía es un estado de conciencia y no existe conciencia sin memoria. Más de cincuenta publicaciones avalan su aventura por recuerdos residentes en olvido. La Secretaría de Cultura de Coahuila reconoció esa trayectoria con el Premio Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2020.

A sus casi 90 años, el maestro sabe que avanza hacia un final inevitable. Lo reflexiona, en un silencio vital e intelectual, mientras por otra ventana contempla un encuadre despoblado a causa del confinamiento. El cineasta Andréi Tarkovsky escribió que algunos aspectos de la vida sólo pueden ser representados por la poesía. Para Antonio Gamoneda, si la poesía no se identifica con la vida, le parece un producto de poca importancia, casi despreciable.

La infancia del poeta estuvo marcada por la guerra y la pobreza. Foto: Behance / Cyril Rolando

En La pobreza (2020), su segundo libro de memorias, expresa: “Vuelvo a buscarme en el olvido”, símil a lo escrito en Un armario lleno de sombra, donde afirma que en el olvido están los recuerdos. ¿Qué le reveló esa sombra?

El armario que abrí está a dos habitaciones más adelante de mi cuarto de trabajo, donde estoy ahora. Es el mismo armario con el que mi madre tuvo su vida de casada y en el que guardaba cosas. No lo hacía por privarme ni por esconderme nada, pero sí eran cosas especialmente de ella, pequeños testimonios: a veces una ropa especial de mi padre muerto, un paraguas, una fotografía de hace muchos años. Yo abrí ese armario y es como si me hubiera llenado una inundación de sombras que se manifestaban. De su apertura nació el título de mi primer libro de memorias: Un armario lleno de sombra… salen las sombras a la luz. Tenía ochenta y tantos años cuando lo abrí, de allí salió mi infancia entera, la vida trabajada y entristecida de mi madre y más cosas innumerables. Algunas se me habrán olvidado y no estarán siquiera en los libros.

Eso recuerda a un verso suyo: “Buscaba las manos de mi madre en un armario lleno de sombras”. La madre es el origen humano y el origen de la poesía es el canto. En el vientre materno, las primeras sonoridades que percibe el feto vienen del cuerpo de la madre. ¿Qué tanto de esta poesía originaria resuena en usted?

Naturalmente, no tiene esa inmediatez sensible, que es incluso biológica, a la cual usted ha aludido muy bien. El no nacido todavía escucha a su madre y a veces las madres cantan a los niños que no han nacido, pero también es a la inversa: la madre escucha vivir a su hijo. Esta es una relación primaria, pero inmensa y sustancialmente muy poderosa que permanece, permanece, amigo mío, tanto tiempo como se vive, porque la muerte disuelve todo; no disuelve los recuerdos ni la nostalgia de aquel amor, eso no, pero sí las realidades tangibles. Yo buscaba las manos de mi madre. Sus manos obviamente no estaban ya, es una simbología lo que digo allí, pero estaban sus huellas en aquellas telas, en aquellos tafetanes, en aquellas fotografías, en aquel juego de cucharas que tenía guardado, en aquella caja para las pequeñas y humildes joyas. En fin, son los símbolos tangibles, el cuerpo de los símbolos que tiene este poder de relacionarnos de una manera especialmente vivaz con el pasado.

En ese pasado aprendió a leer con Otra más alta vida (1919), el único poemario que logró publicar su padre. ¿De qué manera lo desconocido de esas palabras fue en usted “una realidad que no necesitaba explicaciones”?

Yo era un niño, tenía cinco años y no sabía leer. Resulta que ese mismo año el ejército fascista se subleva, comienza la Guerra Civil y las escuelas no las abren. No recuerdo si las cerraron tres, cuatro o seis meses, no recuerdo bien. El hecho era que no las abrían y yo quería aprender a leer. Ése era el único libro que había en mi casa. Podríamos preguntarnos si el destino puede ser algo ajeno a nosotros. La verdad es que el destino, bien o mal, es algo que hacemos nosotros mismos. Aunque aquí sí tendría que invocar al destino, en el cual no creo demasiado: el único libro que había en mi casa, el único libro que alcanzó a publicar mi padre que murió joven, fue el que me enseñó a leer. ¿Y qué me descubrió? Pues me descubrió un lenguaje que no era el de hablar en la calle o en la casa por pasillos, ni en los mercados ni con los amigos. Era un lenguaje que tenía unas propiedades rítmicas. No sabía lo que era el ritmo, claro, pero sí lo sentía, lo percibía; las palabras adquirían con él una temperatura, una tensión y unos alcances que hacían que significasen otra cosa que lo que significan en la conversación normal. Esto es un descubrimiento incompleto para un chiquillo, muy poca cosa, pero produjo tal asombro que, aprender a leer y descubrir la poesía al mismo tiempo, me dejó señalado para siempre.

Gamoneda dejó su ciudad natal junto con su madre para huir de la Guerra Civil. Foto: Behance / Avi Ben Zaken

Durante su infancia, usted vivió en la pobreza. ¿Cómo la percibió?

Había una pobreza general. La Guerra Civil creó un desmantelamiento de los recursos y la injusticia económica y social se hizo mayor todavía. Los españoles vivían en una pobreza realmente grave después de acabada la guerra. Dentro de esa pobreza estaba la pobreza particular de mi madre y mía. Mi madre era de Oviedo y había perdido todo porque esa ciudad estuvo en manos de las fuerzas de la República. León era de la Zona Nacional. Eran ciudades separadas, enemigas, con líneas de combate por en medio, en toda la zona de la Cordillera Cantábrica. Mi madre perdió todo. No tenía una fortuna, sólo la pensión que había quedado de mi padre. Mi padre era periodista, director de un periódico y ella también perdió esa pensión. No sé cómo, creo a plazos, mi madre compró unas máquinas para bordar y hacer labores de ese tipo. Pero claro, ¿qué le diría yo? Los españoles no estaban para muchos bordados, es decir, tenía muy poco trabajo. Aún así pudimos seguir, con grandes dificultades que llegaban al hambre. Recuerdo, recuerdo cosas: mi pobre madre me daba calcio de huesos machacados y hasta las cáscaras de huevos. Los machacaba mucho para que yo tomase una cucharada y me fortaleciese un poco aquel calcio arrebatado a las sobras de la pobreza. Ya se imagina cómo seguía nuestra vida. Al día siguiente de cumplir 14 años, entré a trabajar de recadero en el Banco Mercantil. Ganaba 89 pesetas, la cuarta parte de un sueldo normal. Yo suelo decir que existe una cultura de la pobreza: uno no ve ni aprende las mismas cosas sobre la vida, no las ve igual un pobre que un muchacho de una familia acomodada. En ese sentido, cabe distinguir una poesía de la pobreza. ¿Qué es? ¿Una poesía con el tema constante de la pobreza? No exactamente, no es eso, sino lo que decía antes: el joven poeta tiene una perspectiva y un lenguaje para relatar en sus poemas ese mundo que es el suyo, distinto del lenguaje que puede tener un poeta nacido en una clase acomodada.

Como testigo de la Guerra Civil española, solía asomarse por el balcón de su anterior hogar, metía la cabeza entre los gélidos barrotes del barandal y veía a los prisioneros desfilar rumbo al penal de San Marcos, del cual no regresó ninguno. ¿Qué guarda de este frío impregnado en su rostro por el hierro? ¿Qué hay de la muerte en su obra?

No solamente era el frío. Como el chiquillo que era, probablemente lamía el hierro oxidado. Hay un libro mío, Descripción de la mentira (1977), que empieza: “El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición”. Cuando escribí eso no lo pensé demasiado, no lo deliberé ni lo reflexioné; surgió en mí. Luego supe que era el sabor al óxido de los barrotes en mi infancia, clavado en mi sensibilidad gustativa. Así fue: el frío de los barrotes y el sabor a óxido. Respecto a la muerte, la cosa es bastante sencilla. Hay lectores y críticos que reprochan su presencia en mi escritura. Fui un huérfano. Amanecía, salía la conciencia para saber que era un huérfano. Pero además, cuando apenas tengo cinco años, estalla ante mis ojos la Guerra Civil, la violencia mortal ante los propios ojos de la criatura. Esa violencia dura cuatro años y más, porque luego viene la represión. Yo vivía al lado del penal de San Marcos, veía las cuerdas de prisioneros que iban, pero volvían muy pocos. En este tono, en mi entrada a la vida, en mi ahondamiento, en pararme a ver qué era yo y qué era ante mí la muerte, es inexcusable. Y además, por otra parte, es un hecho que no hay nada que postergar. Está ahí y va a suceder. De tal manera que a algunos escritores o críticos, que quizá me reprochan esta presencia de la muerte, les he dicho: “Pues mire, usted está equivocado por una cosa, porque aunque me hable del escritor más feliz o más chistoso del mundo, ese hombre no está haciendo otra cosa que narrar cómo avanza hacia la muerte”.

Foto: Archivo Siglo Nuevo

Ha dicho en otras entrevistas que la explicación de la poesía puede ocasionar su propia destrucción, pero ¿conviene con esta idea de Jean-Paul Sartre: “Los poetas no hablan, tampoco se callan; es otra cosa”?

Yo digo que la poesía es un idioma distinto al que usamos habitualmente para relacionarnos. La poesía no es un lenguaje habitual. No se sabe cómo va a ser el lenguaje que utiliza el poeta. El propio poeta no sabe el alcance de sus significaciones ni tiene voluntad. En ese sentido, de entender la poesía como comunicación informativa, que es la función normal del lenguaje, el poeta no habla. Hasta ahí podría convenir y estar de acuerdo con esa opinión que usted me dice. Luego que “tampoco se calla”, bueno, no se calla porque tienes otra manifestación en un “idioma” especial que se llama lenguaje poético, el cual es único y unitario, no sólo en cada idioma, sino en cada poeta. Cuando un poeta dice “hierro”, no es seguro que esté diciendo lo mismo que un ingeniero, pero tampoco es seguro que esté diciendo lo que dice el poeta del piso de abajo.

Va otra frase de Sartre: “En la poesía, el lenguaje es una estructura del mundo exterior”. ¿Cómo interiorizar estos estímulos?

El hecho poético consiste exactamente en una interiorización. Ahora mismo estoy mirando un vaso, puedo romperlo y le digo a mi mujer: “Oye, he roto un vaso” o “Bebo un vaso vivo”. Voy a recordar un fragmento pequeñísimo mío: “Me enloquece la pureza de la copa vacía”. No se trata de símbolos simplemente, ese vaso ya no tiene la misma realidad que tiene objetivamente afuera. Al interiorizarlo se ha convertido en un recipiente vacío de mi existencia.

¿Tiene que ver con esa idea de que necesita a la realidad como es y como no es?

Quizá aquí hay un juego de palabras. Ya que estamos con el vaso, ¿cuál es la realidad? ¿El vaso exterior que rompí o el vaso existencial que he visionado en mí mismo? ¿Qué me contestaría? ¿Cuál es el real de los dos? Pues mire usted, los dos son reales. En ese como es y como no es, es una ironía para decir: la realidad como es, porque ciertamente me importa ese vaso que está afuera o me importa la pobreza o el dolor de esa persona que no soy yo, que está fuera de mí, pero está también la visión de que eso se convierte en una vivencia mía interior. Y esa vivencia es la representación, es la realidad intelectual, tan real como puede ser el vaso en su vidrio. El otro no es de vidrio, tiene un componente en mis mecanismos sensoriales y neuronales, pero es una realidad auténtica y total. Entonces, esa expresión que usted me dice es, con cierta ironía, una referencia a quienes dicen que los poetas no hablan más que de mentiras. Momento, claro que hablan de mentiras, y los que no son poetas también. Pero cuando hablan de verdad, cuando hablan de algo que usted y él mismo no pueden ver, pero que está en su conciencia y ha sido intelectualizado hasta la pasión, está generando una realidad subjetiva, pero muy real, tan real como las otras.

El olvido y la muerte están presentes en la obra del autor. Foto: Behance / Hossam Eldin Khaled

Tras su reconocimiento con el Premio Cervantes, Jesús Martínez Labrador realizó una escultura de su rostro para una exposición. Usted ha dicho que en ese barro se reconoció envejecido, ¿cómo se observa en estos momentos?

Jesús Martínez Labrador lo terminó en mi casa. Ese rostro, hasta que lo terminó, fue barro y alguna vez se mojó. Y efectivamente toda la sensación era de que ya el barro había envejecido. Digamos que es un juego de realidades casuales. Desde luego es el rostro de un anciano. Mire usted lo que son las casualidades, ahora he visualizado en la pantalla del ordenador un video que tengo que mandar a Medellín y estoy viendo a ese viejo en su aspecto. Es el hombre viejo, no sólo es el que tiene ahora unos recuerdos. Ese hombre viejo ha sido creado por sufrimiento, por la pobreza, también por la esperanza, por la solidaridad, por sus propios errores. Ese error que para mí, si yo supiera deletrearlo, sería la historia de mi vida.

En Arden las pérdidas (2003) se consume un verso: “Ahora, el olvido acaricia mis manos”. A sus casi 90 años, ¿cómo habita el olvido en su ser?

Digamos que el olvido está en mí. Usted mismo ha hecho antes una cita, en la que he dicho que el recuerdo habita en el olvido. Es decir, el olvido es el recipiente de los recuerdos, de los difíciles recuerdos, de los que hay que ir a buscar como si fuera una adivinación. Son hacia el pasado y es una búsqueda terrible. Si fueran hacia el futuro sería una búsqueda adivinatoria, profética, pero hay que invertir el sentido de la adivinación, de la poesía y llevarlo hacia atrás. Hay dificultades con las que a veces topamos, una cosa que levanta el recuerdo que sacamos del olvido. No hay que renegar del olvido, no es una anulación; es el saco de los recuerdos, el saco que se entreabre con dificultad, pero es el único que existe.

¿Y qué papel juega el olvido en esta memoria hecha nieve, sobre ese terreno blanco abandonado por las palabras?

Está usted citando un poema mío de hace 40 años. La blancura encuentra, amigo, ese no color que es el blanco, lo cerca que está del vacío, nada en él. Ese territorio blanco abandonado por las palabras, la perspectiva es el terreno vacío que queda en este momento, que quizá pueda no ser tan vacío mientras avanzamos hacia la muerte, pero ya bajo la condición de avanzar hacia ella. Es, en cualquier caso, un vaciamiento existencial. El terreno blanco abandonado por las palabras… te agradezco que recuperaras ese poema que para mí tiene un valor evidente.

Ha dicho que todo escritor narra su avance hacia la muerte. ¿Qué interrogantes le otorga este destino y en qué punto de su narrativa vital se encuentra?

Quedamos en que la vida es incomprensible si no sabemos que vamos a morir. Si no nos acordamos de ese hecho final y definitivo, no vamos a entender qué camino estamos realizando. ¿Entiende lo que trato de decir? Es una conciencia dolorosa que condiciona el hecho existencial. Y la posible felicidad, el placer de los seres humanos, está mediatizada por ese hecho. Recuerdo aquí el resultado conceptual y filosófico de Albert Camus: “Los hombres mueren y no son felices”. Lo que ocurre es que cualquier imposibilidad negativa o positiva relacionada con la felicidad, está condicionada por la muerte. No cabe ignorarlo, a no ser que se quiera vivir en una especie de ausentismo existencial, en una ignorancia feliz inalcanzable y además inútil. La perspectiva mortal es cerrada y desolada, pero tengo una especie de aceptación, lo cual no quiere decir que me parezca bien. Tengo una serenidad mucho mayor que hace 40 años en relación con la perspectiva mortal y con mi fin, ahora que lo tengo aquí a la mano.

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