La ciencia musical de Antonio Russek
Entrevista

La ciencia musical de Antonio Russek

La cerveza rubia cae en el vaso. El dióxido de carbono se libera y forma una orquesta de burbujas. Su sonido es gas, Antonio Russek (Torreón, 1954) lo apaga con un sorbo. El compositor lleva en la mente recuerdos efervescentes. El nombre del maestro Mario Lavista, fallecido en noviembre pasado, resuena en un jardín de Rancho Tetela, fraccionamiento al poniente de Cuernavaca cuyo principal acceso es la avenida Compositores.

El lagunero enfatiza la caballerosidad de su amigo, su talante intelectual, su capacidad de reflexión; revive imágenes cuando ambos músicos eran vecinos en la colonia Condesa de Ciudad de México. También menciona al compositor griego Iannis Xenakis, a quien conoció en París en 1988 cuando fue seleccionado para probar su UPIC, una máquina capaz de traducir dibujos y trazos en sonido.

Antonio Russek es pionero de la música electrónica y electroacústica en México. Comenzó su carrera en Torreón al sonorizar las obras escénicas de Magda Briones. Convivió con el pensamiento teatral de Rogelio Luévano y Virginia Valdivieso. Se mudó a la capital del país con la finalidad de estudiar la carrera de físico-química. El actor Humberto Zurita lo regresó al teatro. Fundó el Centro Independiente de Investigación Musical y Multimedia (CIIMM) en 1982. Más tarde compuso el entorno sonoro del Museo del Desierto de Saltillo. La Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) editó su libro Artefactos en 2014. El Centro Mexicano para la Música y las Artes Sonoras (CMMAS) publicó su álbum Obra Reunida en 2015. Hoy es profesor en la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM).

Su trayectoria invita a ponerse de pie, tal como él lo hace para entrar por la cocina y cruzar la sala donde dormita un piano Shiedmayer preparado con tornillos y otros objetos en sus cuerdas decimonónicas, donde cuelga el cuadro que Vicente Rojo le pintó, dedicó y regaló en 1984; ahí Cupertino (un perro salchicha bautizado así por la canción de Chava Flores) decide acompañarlo por las escaleras que conducen a su estudio, en lo más alto de la casa.

El lugar es un concierto de cables y altavoces colocados hasta en el techo. El aire circula y roza algunos objetos, como a los pinabetes en la infancia de Russek. La luz también entra a borbotones. Alrededor hay montañas, relieves verdes. A lo lejos se observa el centro de Cuernavaca, el Tepozteco y, si las nubes lo permiten, aparece la cima del Popocatépetl. Es su guarida, su laboratorio, donde no sólo compone música, también construye instrumentos musicales; nunca ha dejado de ser científico.

Mientras que un estante descansan cintas y discos compactos donde habita música clásica, contemporánea, rock y jazz que él ha producido, las mesas son hábitat de prototipos, circuitos y artefactos sin patente. Hay multímetros, pinzas, lupas, soldaduras, notas en papel, catálogos, libros. Los sintetizadores yerguen como monumentos, uno de ellos lo construyó en 1980 y le permitió estrenar su obra Instrospecciones en el Museo de Arte Moderno, durante el III Foro de Música Nueva.

El hombre de ciencia es abierto aunque cuestiona tendencias como el fanatismo por los discos de vinil y los instrumentos analógicos. “Es tecnología obsoleta”, piensa, pero las personas extrañan esos sonidos. Él también mira al pasado ante el registro de la grabadora. Se rememora de niño, tocando el violín, montando su laboratorio casero de química; curioso, ansioso de aprender. Añade anécdotas con los compositores Raúl Pavón y Manuel Enriquez. Luego regresa para envolverse en la responsabilidad de todo artista sonoro: No necesariamente romper o darle la espalda al pasado, sino simplemente asimilarlo y seguir adelante”.

Si pudiera describir con sonidos su infancia en La Laguna, ¿qué paisaje se escucharía?

Recuerdo mucho el sonido de las palomas, aunque son omnipresentes en casi todas las ciudades. Recuerdo mucho estos ambientes solitarios, con ruido muy leve del aire, sobre todo cuando salía a las afueras de Torreón, ya ves que todo es desértico, escasamente el aire rozaba algún huizache. Entonces oía un shhhhhhmuy leve del circular del viento. Recuerdo los sonidos de la fauna nocturna, sobre todo en áreas más agrestes. Torreón Jardín, donde todavía viven mis hermanas, en aquel momento era un poco más agreste que ahora; estaba no en la orilla de la ciudad, pero sí próximo a la salida a Matamoros. Hacia allá se tenía que viajar 15 o 20 minutos y no había nada, ahora está prácticamente junto. Me acuerdo mucho que en la periferia de la colonia había una gran cantidad de pinabetes, cercanos a un antiguo estadio de beisbol que ya no existe. Me acuerdo mucho del sonido del viento al pasar a través de ellos. A veces salía de casa en la bicicleta y me iba para allá, a recorrer la periferia de la colonia. Y bueno, me quedó muy presente este circular del viento. Por supuesto, en el camino estaban los terregales: “¡Ahí viene la tierra!”, había cierta sonoridad muy particular de todo ese viento con tanto polvo. En aquel entonces todavía había muchísima actividad agrícola. Había vecinos, amigos de mis padres que aparte de su profesión tenían un rancho. Entonces visitábamos el rancho de los Soriano o el rancho del doctor González; recuerdo muy bien que se construían unos bodegones donde se guardaba la maquinaria, los tractores y los arados, pero la mayor parte del día permanecían cerrados y vacíos. Nosotros nos metíamos ahí a platicar, a jugar, me acuerdo mucho del ambiente dentro de esos bodegones, del sonido de las palomas en las ventilas que había en la parte superior.

Sin duda es el oído de un músico, pero, ¿ya desde entonces le gustaba la ciencia? Usted construyó un laboratorio de química en su casa, incluso más grande que el de su colegio.

La historia es así, porque en realidad tuve una inclinación muy notable por la ciencia desde muy pequeño. La música para mí era un entretenimiento, una actividad lúdica, algo que me daba placer, que me gustaba sobremanera; en ese entonces no pensaba dedicarme a ella. Durante toda mi infancia crecí con la convicción de que iba a ser científico. Tenía una inclinación extraordinaria para la ciencia y, como bien dices, en la secundaria llegué a construir un laboratorio de química en casa, que era más grande que el de mi escuela. Incluso, el maestro que nos daba química me mandaba al laboratorio a preparar las prácticas, a conectar todo el equipo, los matraces y los destiladores. ¿De dónde obtuve ese conocimiento? No te lo puedo decir. Siempre fui un niño muy inquieto, apasionado por la lectura, por el conocimiento, siempre estaba haciendo o aprendiendo algo. Pero hay cosas que uno nace sabiendo, de eso tengo la total certeza. Hay ciertas nociones de ciencia, de química, que ya venían conmigo. No había duda de que iba ser científico. Por eso, para mi familia fue una sorpresa que renunciara a la carrera de físico-química para dedicarme a la música.

¿Buscaba algo entre la música y la ciencia o simplemente actuaba por instinto?

Sin saberlo, uno cultiva cosas que pueden ser afines aunque no lo sepa en ese momento. Y cuando me empezó a caer el veinte, cuando empecé a ver la relación tan cercana, tan precisa que había entre ciertas disciplinas científicas y la música, ya no tuve duda. En las prácticas que teníamos en el laboratorio de física, había un generador de fusiones, un generador de onda, que es un dispositivo que se usa para hacer pruebas, un aparato de medición existente desde mucho antes que los primeros laboratorios de música electrónica. Se usaba para generar tonos. A mí me fascinó el hecho de que un aparatejo de esos pudiera generar frecuencias. Para pronto me llevé una grabadora de cuatro canales a la universidad y en el laboratorio hice mi primera pieza que, por supuesto, no está en mi catálogo, fue un simple experimento. Había obtenido una pista de cuatro canales con sonidos electrónicos. Digamos que hay cosas que cayeron en mi entendimiento y otras que de pronto me mostraron un derrotero mucho más claro.

Sonido y teatralidad

Una fotografía capturada en 1973 muestra a Antonio Russek sonriente y joven. Abraza a las actrices Virginia Valdivieso y Ana Laris. A un costado, con gafas, aparece el rostro del actor Rogelio Luévano. Era el elenco de El Ensueño, difícil obra del dramaturgo sueco August Strindberg, dirigida en ese entonces por Alejandro Santiex (también presente en la imagen). La instantánea se tomó en la Casa de la Cultura de Torreón que dirigía Magda Briones, antes de emprender una gira a Ciudad de México.

Russek compuso la música para ese y otros montajes durante su inicio artístico. Nutrió su experiencia tras bambalinas. Descubrió cómo los antiguos teatros empleaban una fosa con agua para rebotar el sonido. Entendió que la música escénica es ‘programática, compuesta en función de un evento ajeno a sus decisiones. Partió a la capital del país y percibió la relación de la ciencia con el teatro en términos tangenciales, tales como analizar la evolución de la iluminación a través de la historia.

Con la música y la ciencia en su humanidad, ¿cómo se relacionó con el teatro?

Eso nace de una relación muy temprana con las artes escénicas, precisamente con mi primer trabajo para un espectáculo escénico. Ni siquiera te puedo decir si era un trabajo dancístico o una obra de teatro, porque era una obra realizada por Magda Briones, de su propia autoría, donde mezclaba partes de teatro y partes de danza. Ella tuvo una formación dancística, pero también fue pionera en el teatro de Torreón. La obra fue un espectáculo, un híbrido escénico que se inventó Magda y me invitó a hacer la música. A partir de ahí conocí a Rogelio Luévano, a Virginia Valdivieso (la primera actriz lagunera, que desafortunadamente se nos murió de cáncer), a José Méndez (escenógrafo, pintor, que también, desafortunadamente, se nos adelantó). Era un grupo muy homogéneo de amigos aficionados al teatro con quienes empecé a tener una amistad. Mi participación en esos primeros eventos escénicos me permitió conocer cómo se producen este tipo de eventos, y también crecer en mí un gran respeto por el quehacer de toda la gente relacionada en la creación de un espectáculo.

Una obra importante fue El Ensueño, con Alejandro Santiex, ¿cuál fue el reto para componer su música?

No fue mi primera colaboración en las artes escénicas, como te digo había hecho algo anteriormente con Magda Briones, pero sí fue la primera obra de teatro profesional donde participé. Para mí fue una experiencia muy ruda; la obra trataba de cómo la gente se quitaba los miembros para implantarse un miembro de oro o diamantes. Llevaba aspectos de la cultura actual al extremo, a una ficción que ahora ya no nos parece tal cual. Yo estaba muy conflictuado porque no había música tonal, que en es momento pudiera contribuir estéticamente a lo que planteaba la obra. Alejandro Santiex, el director, me prestó tres elepés de un álbum monumental, de uno de los fundadores de la música concreta francesa: El apocalipsis según San Juan (1968), de Pierre Henry. Ahí se me abrió el panorama, descubrí un universo totalmente nuevo y dije: “¡De aquí soy! Yo creo que por aquí tenemos que caminar para hacer algo a la altura de la obra”. Y, efectivamente, teníamos un piano de cola en la casa y empecé a prepararlo, a introducirle objetos, cadenas y a registrar sonidos. En ese entonces ni siquiera conocía a John Cage ni mucho menos las técnicas que usaba para su piano preparado. Creo que hay ideas que están en el ambiente y a más de uno se le ocurren ciertas cosas. Y ahí me ves en el piano, generando una serie de ambientes abstractos que se materializaron en la música que logré para la obra.

Se traslada a Ciudad de México para estudiar físico-quimica, allí lo alcanza Humberto Zurita, quién pretendía entrar al Centro Universitario de Teatro (CUT). Usted lo aloja y él lo lleva de nuevo al plano escénico.

Mi relación con Humberto fue el puente para mi relación con otros actores y directores de teatro en la Ciudad de México. A veces acompañaba a Humberto al CUT y ahí conocí al maestro Héctor Mendoza, a Luis de Tavira, a José Caballero, a José Luis Cruz, a Jesusa Rodríguez, a Margarita Sanz, a Juan José Gurrola, a toda esa generación. Se fue dando una relación natural, una dinámica de colaboración, y pronto se me invitó a hacer música para teatro. Hice la música para el primer montaje profesional de José Caballero en el CUT, que se llamó La enfermedad de la juventud. A partir de ahí hice cantidad de cosas con el maestro Mendoza y con otros directores. Conocí muy bien a Gurrola, incluso llevamos una gran amistad. Él era amante del jazz y le gustaba ir a mi estudio a escuchar música. Luego también me pedía la casa prestada para ensayar con sus actores. Igual Jorge Castillo usaba la casa para hacer análisis de texto. Entonces fui conociendo el mundo del teatro, el más serio, el llamado universitario. Así comencé a ingresar en las filas del teatro y de la danza.

Algunos artistas sonoros retornan a las máquinas, a tener interacción física con su instrumento, ¿estos gestos también son una especie de teatralidad?

, claro, la fisicalidad del artista con su herramienta. Esta fisicalidad quedó fracturada con el uso de la computadora personal. Durante más de una década hubo cantidad de grupos de música contemporánea, donde veías a personas sentadas en la mesa con una laptop dando concierto. Pero realmente la gente no podía asociar lo que estaba escuchando con lo que ellos estaban haciendo. Había muy poca relación entre la gestualidad y el resultado sonoro. Mucho de lo que sucede hoy en día es regresar a esa fisicalidad, de cómo uno se relaciona con la herramienta y la gestualidad que ve la gente durante un concierto. ¿Qué es lo que busca alguien que acude a un concierto? No es simplemente la escucha, no es nada más una experiencia aural, sino una experiencia en varios sentidos, incluso extramusicales. Es esta relación, esta especie de corriente energética entre el intérprete, los músicos y el público.

Creación e invención

Cuando en 1999 le encargaron sonorizar el Museo del Desierto de Saltillo, recurrió a sus conocimientos en teatro para desarrollar un discurso según la temática de cada sala. Empleó los recuerdos sonoros de su infancia, pero las interrogantes lo abordaron y tuvo un redescubrimiento al confrontarse con la historia y la vida que aloja el ecosistema coahuilense.

El recorrido comienza justo con la génesis del universo. La obra de Russek es metáfora. En el espacio no hay atmósfera y, por lo tanto tampoco algún medio elástico por el cual pueda viajar el sonido. El compositor acudió a la imaginación para generar la idea de cómo se habría escuchado la creación de la vida.

Esa misma imaginación le permite construir instrumentos y formular esbozos del sonido que producirán. Le sucede con todos los objetos que encuentra, para luego servirse de ellos como materia prima de sus artefactos; desde una caja plastificada de Ferrero Rocher, hasta una sofisticada placa con circuitos electrónicos… Russek tiene inquietud mecánica, inventa instrumentos y crea sonidos.

¿Es lo mismo crear que inventar?

La creación y la invención involucran mecanismos mentales similares aunque los términos se aplican regularmente a terrenos de conocimiento distintos; la creación a las disciplinas artísticas y la invención a las científicas. Asumo que todo compositor se concibe como creador, quizá en el hecho de construir objetos sonoros y dispositivos electrónicos diversos se pueda aplicar el dicho de inventar cosas.

Cuando inventa o compone, ¿puede desprenderse de la realidad y viajar a otra dimensión sonora?

s que sonora es a otra dimensión. Los mecanismos de la cognición humana todavía son oscuros. Hay un montón de cosas que no conocemos sobre nuestra propia mente. Digamos que no todo termina en lo fisiológico o en las reacciones químicas, sino que hay ámbitos del funcionamiento cerebral que, aun cuando no llegan a ser conscientes, están operando. Esto lo compruebo todos los días. Al iniciar un proyecto no tengo planos ni sé cómo va a resultar el dispositivo que estoy construyendo, sino que tengo una idea de qué quiero incluir, un espacio, una caja, un gabinete, algo que lo va a contener. Todo eso lo tengo que resolver en el camino: por dónde paso el cable o si le corto por acá. Ahora que he estado haciendo unos estantes, de pronto al cortar una madera y ver cómo se va a ensamblar la pieza, encuentro alternativas: “No, mejor le hago así, le limo acá. ¿Cómo le voy a hacer para unir las dos laterales? ¿Cómo las voy a fijar para que no se me caigan si no tengo aún un travesaño entre ellas?”. En fin, hay cosas que, aunque uno salga a la calle, aquello sigue operando y funcionando, y al regresar a la mesa de trabajo de pronto se encontró alguna solución. Hay ámbitos del funcionamiento mental que operan por encima de lo que nosotros llamamos la percepción o la condición cotidiana, que nos permite caminar y ver. Uno vive simultáneamente en diferentes planos de cognición, ignorarlos no quiere decir que no existan. Pero uno está continuamente viajando, resolviendo, visualizando algo junto con las labores cotidianas.

Respecto a lo que menciona en la introducción de Artefactos (2014), el libro que le editó la UAEM, ¿por qué a los seres humanos nos gustan las máquinas?

Es una habilidad que se desarrolló desde la construcción de las primeras herramientas. Hay una escena emblemática en 2001: Odisea en el espacio (1968), de Stanley Kubrick, donde están estos seres jugando con unos huesos. Uno de ellos usa un hueso para golpear a alguien más y luego lo avienta; en ese momento el hueso se convierte en una nave espacial y viene otra escena. Ahí está concertado de manera prodigiosa cómo el ser humano encuentra la forma de utilizar objetos, ya sea de su misma fabricación o hallados, para desempeñar alguna tarea o ayudarse en algún propósito. En la escena de la película era darle en la madre al otro, pero finalmente es el descubrimiento del uso de un objeto. Eso se vio truncado desde las primeras civilizaciones. Se pone en duda la reconstrucción histórica que tenemos o que nos venden en la escuela. Hay vestigios muy, muy antiguos. Parece que las personas primitivas encontraron herramientas que les permitieron hacer construcciones muy sofisticadas. Por todos lados tenemos la comprobación de que es algo innato en el ser humano, esta necesidad de construir artefactos que nos faciliten la vida o que hagan el trabajo por nosotros.

Esa escena muestra la capacidad para crear y destruir a partir de un mismo objeto. Hoy estamos en medio de varias guerras y conflictos geopolíticos. ¿Cómo explicar esa dualidad humana?

Estás hablando de dos cosas que coinciden, desafortunadamente. Por un lado, la capacidad de construir máquinas que nos ayuden con cierto propósito. En este caso, las armas son máquinas de destrucción, las hemos inventado para destruir al prójimo. Es realmente asombrosa la habilidad, el ingenio que hemos puesto, cada vez más sofisticado, para hacer maquinaria de extinción. Yo creo que es un reflejo de lo que estábamos hablando. No importa cuál sea el propósito, el asunto es que somos capaces de hacerlo, de construir estas máquinas para destruir o no. El otro aspecto que es sumamente preocupante es que, pese a todo lo que creemos saber, el ser humano es un estúpido; está en un momento de evolución sumamente primario. Todavía dependemos de la propulsión para mandar una nave al espacio, no hemos encontrado ningún otro método para vencer la gravedad. Es increíble que todavía estemos en este grado de inconsciencia donde el ser humano es un ser imperfecto y tiene alto grado de estupidez. Y justamente, lo que no sabemos, lo que no nos es dado a conocer de manera natural, lo tenemos que descubrir, que estudiar y así llegar a ciertas conclusiones. Ojalá la gente naciera sabiendo lo necesario para conservar el planeta, para tener una convivencia pacífica y permanecer en la civilización, pero no es así. El ser humano es una creatura en evolución. Hemos estado descubriendo algunas cosas que pueden resultar claves para desarrollos científicos, determinantes para nosotros, pero si sigue dominando la estupidez y la ceguera, quizá el tiempo no nos sea suficiente.

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