Las razones de Ruy Pérez Tamayo
Ciencia

Las razones de Ruy Pérez Tamayo

El camino de un poeta científico

Iba a ser músico, por lo menos eso le indicaba su inocencia en el puerto de Tampico. Su padre estudió música y se recibió como violinista en Mérida. El bajo interés por la música clásica en la capital de Yucatán, provocaron que los padres del doctor Ruy Pérez Tamayo (1924-2022) se trasladaran al Golfo de México.

En los años veinte, Tampico brillaba por su bonanza económica fruto de la industria petrolera. Su padre consiguió trabajo en una estación de radio y mandó por su esposa y su hijo pequeño. La familia se estableció y a los pocos meses Ruy Pérez Tamayo nació. El médico que atendió a su madre durante el parto se hizo amigo de su padre.

Él atendió a mi madre también cuando nacieron mis hermanos menores y todo el tiempo que vivimos en Tampico era un visitante frecuente y bienvenido en la casa. Dejamos Tampico en 1933, cuando el puerto se destruyó por el famoso ciclón, en el cual nuestra casa quedó inundada por el río Pánuco. Pero mi padre se reunía con este doctor en la cantina o con sus amigos, porque este doctor tenía una misión secreta en la vida: él quería ser poeta”, comentó alguna vez Rui Pérez Tamayo en una conferencia ofrecida en el Centro de Investigación Científica y de Educación Superior de Ensenada (CICESE).

El padre de Pérez Tamayo tenía una habilidad para versificar a la menor provocación. El médico pensaba que el músico podría ayudarse en su singular objetivo. Por eso la figura del médico fue muy importante en la casa de Rui Pérez Tamayo. Incluso, contaba que cuando sus hermanos y él quisieron estudiar música para continuar la tradición familiar. Sus padres se opusieron. Se negaban a que sus hijos surcaran una vida tan difícil como las que experimentaban. Por eso preferían mil veces que se convirtieran en médicos.

Así fue como se inscribió en la Escuela de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Era el año 1943 y su hermano mayor había ingresado antes. Pérez Tamayo indicaba que él no tenía interés en ser médico, sino en seguir los pasos de su hermano, siempre lo admiró. Además de eso, había otra razón para que estudiara medicina: los costosos libros que tenía que comprar ya habitaban en la biblioteca de la casa. Sólo fue cuestión de que los volúmenes se heredaran entre los hermanos.

Ya en el curso, Rui Pérez Tamyo hizo amistad con un joven yucateco llamado Raúl Hernández Peón, quien sí era hijo de un médico. Este joven tenía claro que quería ser médico científico durante toda su vida. Raúl no quería ser doctor de consultorio, sino trasladarse al laboratorio y hacer investigación.

Su papá ya le había construido, en el sótano de su casa, un laboratorio de fisiología. Y desde que estaba en la prepa, Raúl ya hacía experimentos, leía artículos y libros científicos, iba a sesiones y a congresos de investigación. Desde el primer día que nos conocimos nos hicimos muy buenos amigos. Nos pelaron e hicieron la novatada al mismo tiempo y esto produce una gran relación”.

Muy pronto, Raúl invitó a Ruy a su laboratorio. El tampiqueño aceptó ir, le invadía la curiosidad y quedó encantado. Su amigo anestesiaba a un gato, lo amarraba a una mesa de cirugía, procedía a operarlo, le colocaba una cánula en una arteria carótida en el cuello, estimulaba nervios con un aparato eléctrico, media la presión arteria y registraba los datos en un quimógrafo. Aquello le pareció fantástico Ruy Pérez Tamayo.

Durante los primeros tres años de la carrera, Pérez Tamayo se dedicó a ser estudiante de medicina por las mañanas e investigador científico por las noches. Hasta que tomó clases con un profesor español llamado Isaac Costero, quien durante cuatro años lo aceptó en su laboratorio para aprender la especialidad morfológica.

Raúl Hernández Peón falleció a los 44 años en un accidente automovilístico, pero Rui Pérez Tamayo siguió haciendo experimentos hasta el día de su muerte, el pasado 27 de enero.

Diez razones para ser científico

El científico tampiqueño se especializó en patología con el doctor Isaac Costero (México) y con los doctores Gustave Dammin y Lauren V. Ackerman (Estados Unidos). Durante tres lustros fue fundador y dirigente de la Unidad de Patología de la Facultad de Medicina de la UNAM. Para abordar su currículum habría que redactar un reportaje más extenso, aunque habría que resaltar que fue profesor en universidades de México, Estados Unidos, España, Portugal, Costa Rica, El Salvador, Venezuela, Colombia, Chile y Argentina.

En su larga lista de condecoraciones destacan el Premio Nacional de Ciencia (1974), el Premio Miguel elizondo y el Premio Luis Elizondo (1979), el Premio Aida Weiss (1986), el Premio Rohrer (1988), el Premio Nacional de Historia y Filosofía de la Medicina (1995), además de la Presea José María Luis Mora (2002).

Además de un buen lector, fue prolífico escritor. Publicó más de 30 artículos científicos en revistas mexicanas y extranjeras, además es autor de 35 libros (15 sobre temas científicos más 24 de ensayo histórico y de divulgación científica). Ingresó a El Colegio Nacional el 27 de noviembre de 1980 y actualmente esa institución cuenta con una colección de más de 20 volúmenes sobre su obra.

En 2013, el Fondo de Cultura Económica (FCE) publicó, en su colección Centzontle, el libro Diez razones para ser científico. En casi noventa páginas, el doctor ensayó los motivos que lo llevaron a estudiar y a ejercer su carrera. Con humor y profunda pasión, se aventuró en las letras y redacta sus anécdotas, razones y reflexiones sobre su vida científica.

La primera razón que menciona el autor es ser científico para lograr hacer lo que le gusta. Todo científico posee la libertad de hacer lo que le gusta y, además, la capacidad hacerlo bien. El trabajo científico debe apasionar, desbordarse en curiosidad, de lo contrario los objetivos no se lograrían. De ahí la segunda de las razones: para no tener jefe en el trabajo, pues la experiencia intelectual se torna indispensable en la vida del científico.

En el tercer escalón se resalta que un científico elige su profesión para no tener horario de trabajo. Para no malinterpretar la idea, Pérez Tamayo se cuestiona: “¿A qué horas empieza a trabajar el científico? La pregunta más bien debería ser: ¿a qué horas no trabaja el científico?”. El oficio requiere de pensar, pensar y pensar y para eso no existe horario. Pero tampoco se trata de un trabajo aprisionado en rutina de oficina. La mente, como se dijo, necesita libertad y espacio para debatir ideas y tomar las mejores decisiones. A esto se añade el tiempo extra que consiste en ir a congresos y encuentros científicos.

Otra razón radica en desterrar al aburrimiento del trabajo: la ciencia es lo más divertido del mundo. Si bien en el laboratorio puede vagar el cansancio o la frustración, el aburrimiento no tiene cabida. La ciencia también es útil para aprovechar la capacidad máxima del cerebro, para que al científico no le tomen el pelo, para hablar con otros científicos y así aumentar su presencia en el país.

En penúltimo lugar, Ruy Pérez Tamayo alude a la ciencia como el medio para mantenerse contento.

Aquí el doctor se abre un poco más y desde el rincón más personal de su oficio comparte por qué la ciencia lo hizo feliz. Consideraba su trabajo estimulante, divertido, para hacer el mejor uso de su cerebro.

Esto leva a desembocar en la última razón para ser científico (quizá la más emotiva): para no envejecer. Inspirado en un libro publicado por su hijo mayor, el doctor Ruy Pérez Montfort (quien también es médico). Ningún científico se puede sentir viejo si ejerce la ciencia. Tal vez su cuerpo y su fisiología sí presenten deterioros con el paso de la edad, pero su mente se mantiene joven y lúcida. Pérez Tamayo confirmó esta idea hasta su partida a los 97 años.

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