La esfera cultural es un campo de batalla en el que sus habitantes compiten contra otros, aunque muchas veces, contra sí mismos, en el pataleo permanente y muchas veces obligatorio de permanecer en las preferencias de consumo de todos los sectores humanos que buscan educarse, entretenerse o sentirse mejor consigo mismos, conociendo y adoptando las ideas de comunicadores, artistas y personalidades públicas que ayudan a dar forma a su sistema de creencias. Al final, la cultura ha tenido que convertirse en un mercado voraz en el que hay precios, especulación, productos, marcas, mano de obra en masa y cantidades infernales de dinero fluyendo alrededor como anillos de Saturno.
Los autores, los grandes nombres que son dignos de encuadernaciones caras, adaptaciones cinematográficas, ensayos escolares o de los trastornos de personalidad que producen en los adolescentes que los leen, configuran lo que en el mundo ruin de la mercadotecnia se llamaría marca.
Las personas pueden esperar mucho de los productos ofrecidos por las marcas que consumen, en el caso de la literatura, se espera mucho de las historias espectaculares que pueda contar un novelista bien posicionado, lo entrañables que puedan ser las memorias de un político célebre (con sus frases reveladoras y todo), o las enseñanzas rebuscadas de los orientadores de vida. Desde los albores de la literatura como industria, ha habido escritores que se ven rebasados por las expectativas y deben recurrir a estrategias poco ortodoxas para permanecer. También escritores sin suerte o sin ambición, sin nombre a final de cuentas, cuya obra trasciende sólo si está ligada a un gran nombre y/o a una editorial importante.
Si bien, no todo el mundo podría escribir un buen libro, en teoría cualquiera puede publicar uno. Desde que los medios son más veloces y efímeros, las figuras públicas han ampliado las opciones para acercarse a sus seguidores: desde los youtubers que van de Internet a la venta de cosméticos en tiendas departamentales, hasta los escritores laureados que van de las columnas de los diarios a Twitter. En todos los casos semejantes, un libro de portada ideal para aparador y con suficiente calidad literaria puede ser una alternativa muy rentable para el alcance de audiencias, saliendo a la venta en el momento ideal con la ayuda de los llamados “negros literarios”. Es necesario iniciar conversaciones acerca de estos escritores fantasma: lo que son y lo que hacen, qué tan moralmente correctos son dependiendo del contexto de su trabajo y cómo construyen la literatura de todos los tiempos.
DE QUIÉN HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE
Pese a la natural resistencia de los puristas y publirrelacionistas de los clásicos por hobby, el tiempo nos ha permitido dejar de abordar con veneración a quienes el sistema determina. Por medio de la duda y la investigación es posible saber más de quienes están vigentes todo el tiempo, con el fin de ajustar el criterio necesario para consumir su obra. Probablemente en la década de 1950 habría sido un escándalo si el mundo supiera que marcas muy importantes como William Shakespeare o Alexandre Dumas no escribieron muchos de sus relatos más icónicos.
Decir 1950 resulta bastante generoso a la hora de hablar del contexto en el que se desmenuza a Shakespeare, debido a que cien años antes se ponía en duda por primera vez la autoría única del bardo en varios de sus trabajos. En 1850, el erudito y comentarista James Spedding, reconocido por editar a Francis Bacon, publicó un artículo en el que se le atribuía crédito a un escritor fantasma llamado John Fletcher, quien ayudaría a William en escenas de Enrique VIII (1613), por ejemplo. Este año, la tesis doctoral de Petr Plechác fue relevante para el Reino Unido y para el mundo interesado en la inteligencia artificial, puesto que mediante un modelo machine learning fue posible confirmar la participación de un anónimo Fletcher en el trabajo de un celebérrimo Shakespeare.
Las anécdotas que involucran a “negros literarios” varían según el amo que los empleaba: a diferencia de Shakespeare, que aparentemente tenía una buena relación con sus colaboradores, Dumas, también icóno empolvado del patrimonio europeo, fue protagonista de una batalla legal contra Auguste Maquet. Narraciones importantes como la trilogía de Los Tres Mosqueteros o El Conde de Montecristo, ambas de 1844, fueron desarrolladas por los más de 70 escritores contratados por Dumas, que firmaba los relatos tras haberlos impregnado de su estilo. El más brillante entre su ejército, Maquet, se cansó de estar a la sombra de su jefe y le demandó crédito en los libros. Al final, un juez ordenó una indemnización para Auguste, pero no la posibilidad de pasar a la Historia como otro ícono empolvado europeo.
INDUSTRIA DE LA CREATIVIDAD
Las personas tienden a convertir en comercial y ultra consumible lo que en algún momento de la Historia fue escandaloso y hasta reprobable; pasó con el tabaco, la pornografía y el periodismo de espectáculos. En el caso de la literatura, como en todos los casos en materia de consumismo, siempre están ahí los monstruos corporativos que cubrirán nuestras necesidades culturales al mismo tiempo que generan nuevas. Para Penguin y Planeta, por ejemplo, los escritores fantasma, cada vez menos llamados “negros literarios” por la connotación histórica horrorífica que eso conlleva, juegan un rol crucial en la generación de contenidos. En una sala de trabajo, Dumas podría ver tecleando a más de 70 escritores, antes de derrumbarse sobre sus rodillas atrofiadas.
Hoy en día, a muchos sorprende la naturalidad con la que el mundo de quienes se mueven entre creaciones y eventos literarios se toman la mera existencia de un trabajo como el de los escritores fantasma. Nuevamente, saltan los puristas que defenderán hasta el final que la gente que quiere escribir libros tiene que sentarse a escribirlos, por otro lado, algunos liberales de la industria de la creatividad sostendrán que es un trabajo maravilloso que puede ayudar a catapultar a quien lo realiza hacia su propia carrera en el medio, si no, al menos, hará lo que sabe hacer para ayudarse a pagar las cuentas.
La respuesta a una pregunta más importante va encaminada a decidir y conocer hacia dónde va la literatura de nuestro tiempo y del futuro, si 40 personas, probablemente egresadas de comunicación o filosofía y letras que tal vez fueron contratadas vía LinkedIn escriben el nombre y marca de Stephen King o J.K. Rowling bajo un esquema de fechas de entrega y listas de congruencia, ¿qué deben hacer los lectores al respecto?. Esa pregunta aplica también para figuras que tienen un nombre que pretenden expandir hacia la esfera literaria: futbolistas, cantantes, influencers, expertos en cosas que evidentemente no incluyen escribir libros y hasta príncipes que se separan del drama de su familia para construir el propio. De cualquier forma, cualquiera que sea la respuesta, las gigantes editoriales sabrán en qué ocupar a sus escritores con el propósito de promover sus productos (libros, revistas, diarios) como piedras angulares de la cultura, de sano estilo de vida y como defensores del arte.
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