Estamos regresando a los tiempos del pensamiento mágico. La gente está dispuesta a creer lo que sea, excepto si es verdad. La experiencia técnica y científica se descarta, porque parece trillada, y en cambio se buscan soluciones extravagantes para explicar las más sencillas realidades.
Lo vimos a lo largo de la pandemia con personas que atribuían el surgimiento del COVID-19 a conspiraciones de científicos perversos o a castigos del cielo. Fuimos testigos del rechazo de personas educadas al uso de mascarillas o vacunas. Ya nadie se atreve a afirmar públicamente que la tierra es plana, pero no falta quien afirme que las vacunas son un método para implantar genes en toda la población para que los poderosos nos vigilen.
Lo que hemos visto en la pandemia es que la ciencia, si bien no tiene todas las respuestas, y a veces va cambiando sus interpretaciones sobre la realidad, sigue siendo el instrumento más adecuado para entender lo que pasa y para tomar medidas para enfrentar problemas.
El COVID-19 ha sido una de las enfermedades más mortíferas de los últimos tiempos. A mediados del mes pasado había ya dejado más de 525 millones de contagios y más de 6.3 millones de muertes en el mundo. Las cifras reales son sin duda superiores, ya que muchos de los contagios y fallecimientos no fueron correctamente atribuidos a esta enfermedad. No es, sin embargo, la epidemia más mortífera de las décadas recientes. Quizá ya no le hagamos caso, pero la pandemia de Sida, que todavía no termina, ha acumulado más de 36 millones de muertes en el mundo. Al igual que en el caso del COVID, se piensa que la cifra real es superior a la oficial.
A pesar de la extraordinaria mortalidad que hemos sufrido por estas dos enfermedades, los seres humanos seguimos muriendo con mayor frecuencia por otras razones. Siete de las 10 principales causas de muerte en el mundo son por enfermedades no contagiosas. Las cardiovasculares son la principal causa de fallecimiento en el mundo y en segundo lugar se encuentran los distintos tipos de cáncer. La diversidad entre países, sin embargo, es enorme. En los lugares más pobres las enfermedades infecciosas, particularmente las gastrointestinales, se mantienen entre las primeras causas de muerte.
La cobertura de los medios es muy sesgada. Los informativos de radio y televisión y los diarios reportan fundamentalmente las muertes que están de moda. Llevamos un conteo obsesivo diario, por ejemplo, de los fallecimientos por COVID, pero las muertes por enfermedades cardiovasculares y cáncer son más numerosas. El problema es que no generan la misma atención del público. Todos los años en el mundo mueren alrededor de 60 millones de personas.
Si bien la ciencia ha avanzado de manera espectacular, muchas de las muertes prematuras se deben al rechazo a prácticas de vida sana o a la resistencia a acudir a los servicios médicos de manera oportuna. Si bien todos tenemos que morir tarde o temprano, millones de muertes tempranas podrían evitarse si la gente simplemente dejara de fumar y se alimentara bien. También si acudiera a los centros de salud cuando empezara a sentirse enferma.
El problema es que nadie piensa que la muerte pueda alcanzarlo a uno hasta que ya toca a la puerta. Los jóvenes, en especial, están convencidos de que el fin de la existencia es una posibilidad remota, por lo menos para ellos en lo personal. Se entiende, pero la ciencia nos dice que a la parca le gusta llevarse a la gente que se descuida.
Comentarios