A través de una beca para estudiar un doctorado en Nueva York, Lucía obtiene su boleto para escapar de la violencia machista que desde niña a consumido de a poco a su familia. A las dos semanas de haber llegado al país vecino conoce por casualidad a Alma, otra chica mexicana que de inmediato le ofrece se mude con ella a un departamento, en East Village. Juntas sortean las vicisitudes de ser migrantes y a su casero polaco, entrometido y tacaño que ignora sus quejas de la plaga de ratones que habita en el departamento. A pesar de la complicidad y la amistad que surge entre las dos, Alma no comprende las reacciones y las cosas que le pasan a Lucía, como sus silencios, su ansiedad o el insomnio que padece cada noche y que intenta combatir con la reproducción en su celular del sonido de las olas del mar.
En la universidad, Lucía también conoce a Juliana, una chica linda, alegre y colombiana que mantiene una relación amorosa con un profesor veinte años mayor que ella. Durante la trama, Lucía se vuelve el refugio de Juliana en el vaivén de su relación con el profesor, que días la sitúa en un desbordamiento de amor, y otros en la amargura y la angustia que le provoca cada vez que el Profesor la termina. Aunque Lucía sabe con certeza que nunca es definitivo; “En México, piensa, al menos según su experiencia, no la terminan a una. La cortan, la mandan a la chingada, la dejan, si, pero luego se presenta con la banda y la charanga a decir que siempre no. “A menos, claro, que terminen enterrando a la interfecta: la terminada en su país es literal, todo lo demás es coqueteo, parte del cortejo”. A pesar de esa lucidez y conciencia, Lucía es incapaz de hablarle a Juliana con sinceridad con respecto a lo que verdaderamente piensa del Profesor; “Una, el Profesor es un pendejo, un pretencioso y un pedante… Dos, el profesor es un machista alcohólico de mierda. Tres, ni siquiera está guapo…” Su actitud siempre pusilánime obedece a lo que muchas veces le han dicho; son cosas de enamorados, mejor ni meterse. ¿Es el silencio de familiares y amigos una trampa capaz de exterminar a la víctima, igual que una ratonera cepo de muelle a un roedor? A pesar de su silencio, Lucía no puede evitar que la situación sea para ella un espejo de su propia historia.
A lo largo de la narración, los insultos, las humillaciones, el maltrato y el abuso que Juliana sufre por parte del Profesor se vuelven progresivos y parecen no tener límites. Los hechos se van mezclando con episodios de la propia vida de Lucía en México, y a su vez, la autora va compaginándolo con una sonoridad compuesta de música pop, boleros y canciones rancheras populares en la cultura mexicana, que constituyen en gran medida el peso ideológico que romantiza la violencia hacia la mujer. Mátalas, con una sobredosis de ternura, asfíxialas con besos y dulzura.
Pese a la distancia que Lucía interpuso entre ella y su realidad en México, hay un suceso que detona la posibilidad de que Lucía deje su vida en Nueva York, vuelva de regreso a su país y pierda la beca de sus estudios. Ella tiene miedo de regresar con su padre violento que tanto daño le causó a ella y a su madre, y de los estragos que dejó en ella esa vida llena de abusos. “Miedo a mí misma, eso me deja Álvaro en herencia”, piensa. Pero ahora él la clama a su lado; Y cruel y despiadado, de todo te reías. Hoy imploras cariño, aunque sea por piedad. Ese estallido en la historia será el punto de quiebre para Lucía y para el lector, que no podrá dejar de formularse difíciles preguntas como, ¿La cultura de sacralizar a la familia favorece a la violencia patriarcal? ¿Es la culpa un mecanismo de control que merma la legitimidad de las decisiones de las mujeres? ¿Los hijos deben anteponer el cuidado de los padres al proyecto propio de vida en cualquier circunstancia?
La violencia que no se nombra
“Morirse es lo de menos”, le dice Dalia, la madre de Lucía, cuando le cuenta la leyenda de la mujer dormida, muerta de amor después de saber que Popocatépetl muere en combate. Mayte López, desmenuza en su novela las formas sutiles por las que la vida de las mujeres víctimas de violencia, puede verse destruida a cuentagotas, en un proceso perverso que no se cuestiona ni se condena porque pareciera que, para nuestra sociedad la violencia solo es violencia hasta la presencia de un golpe. Proyecta con claridad demoledora, los mecanismos de la violencia psicológica y el abuso de poder en la pareja tan difíciles de detectar y tan solapados por nuestros códigos sobre el amor.
A Lucía le duele ver como la relación con el profesor desarma, sobaja y condena al estoicismo a Juliana. ¿Pueden las amigas ser el puente de salvación para no caer por el barranco de la violencia machista? Sin duda, esta es una obra que contribuye a seguirnos cuestionando cuál es el papel que jugamos cada uno de nosotros en un sistema tan violento como lo es el del heteropatriarcado. Es una novela con cientos de espejos que reflejan las violencias que muchas mujeres sufren desde niñas y a lo largo de toda su vida. Nos enseña que existen en todos los niveles, en el ámbito público y privado, en detalles que pudieran parecen inofensivos, en lo que consumimos a través de la música y la televisión y en cada fibra que nos constituye. Nos alerta que es urgente la deconstrucción de este sistema que hemos heredado generación tras generación sin cuestionarlo y que su desarticulación es imprescindible para dar paso a nuevas maneras de relacionarnos y amarnos. Pero sobre todo, que la violencia, como menciona Lucía sobre la sensación térmica. “Después de bajo cero ya todo se siente igual que da lo mismo menos tres que menos diecisiete”, puede discrepar de lo visto desde afuera, a lo que se vive por dentro.
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