En las últimas semanas hemos visto con asombro en noticieros y periódicos las imágenes derivadas de los datos aportados por el telescopio espacial James Webb (JWTS, por sus siglas en inglés). Lanzado al espacio el año pasado, el observatorio espacial es fruto de la cooperación entre 14 países y varias agencias espaciales internacionales, y sus instrumentos de obervación y medición han alcanzado puntos tan lejanos como la galaxia Cartwheel, ubicada a 500 millones de años luz de distancia, confirmando algunas hipótesis científicas y revolucionando otras. Al mismo tiempo he estado leyendo Tiempo, trabajo y cultura en el Occidente Medieval, del historiador francés Jacques Le Goff. En uno de los artículos que conforman el libro, el medievalista y escritor aborda un problema central: ¿Por qué Occidente medieval ignoró las realidades del Océano Índico? Si bien ya habían llegado allí viajeros, mercaderes, misioneros, e incluso Marco Polo había escrito sobre él, en el imaginario occidental durante la Edad Media, era un receptáculo de mitos, sueños y leyendas.
En primer lugar —explica Le Goff— árabes, persas, hindúes y chinos habían hecho de él un territorio vedado al cristianismo. Así pues, el Océano Índico del occidente medieval provenía de fuentes helenístico-latinas y de escritos legendarios. Se reía que dicho océano era cerrado. De Ptolomeo se había heredado la idea de que, más que un mar, se trataba de un río circular: el Río Océano. Los pocos viajeros cristianos de la época estaban predispuestos a creer lo que escuchaban a su paso.
En la antigüedad hubo un momento crítico respecto a las leyendas relativas al mundo hindú. El principal representante de esta corriente de incredulidad fue Estrabón, quien tildó de mentirosos a quienes escribieron sobre India antes que él. No obstante, durante la Edad Media se vuelve a la credulidad: escritos fantasiosos se aceptaban “sin examen ni duda”. Hay que dejar aparte, en esta literatura de ficción, al Alejandro medieval y sus hazañas de exploración.
Le Goff anota que el primer mapa que contempla un Océano Índico abierto es el de Antonin de Virga, elaborado en 1415. El hecho no es menor si tomamos en cuenta que un Océano cerrado impedía el flujo continuo de mercancías y personas, contra la idea de un Océano abierto que permitiese perfeccionar las rutas comerciales.
Llama mi atención que en el prólogo del libro, Le Goff afirma que si bien “la mayoría de las ciencias es cosa de profesionales y de especialistas, la ciencia histórica no es tan exclusiva”. El interés en la historia mostrado por “vulgarizadores y diletantes” demuestra “la necesidad que sienten los hombres de hoy de participar en una memoria colectiva”, y después procede a analizar el problema de las fuentes: escasas para el pasado, superabundantes para el presente. Ambos casos plantean desafíos al historiador, que debe trabajar “con documentos y con ideas, con fuentes y con imaginación”. Lo que me resulta más atractivo de estas afirmaciones es que, a su manera y en su contexto previo a la modernidad, es de esperarse que los viajeros medievales enfrentaran los mismos retos, desafíos que intentaron resolver con los mismos elementos.
Mencionaba al inicio del artículo los datos remitidos por el Telescopio James Webb porque, vistas en paralelo con la lectura de Le Goff, me ha sido inevitable pensar que asistimos a una nueva etapa de exploración, donde buena parte del conocimiento está permeado por supuestos que podrían derrumbarse, pues provienen de imaginaciones e inferencias. ¿Cómo serán los mapas del espacio que en tres o cuatro siglos consultarán las generaciones de entonces? ¿Verá algún niño, desde un planeta lejano, el punto azul pálido donde vivieron sus ancestros mientras se pregunta cómo es que pudimos abrigar semejantes ideas acerca de los agujeros negros, de la relación espacio-tiempo o de las condiciones necesarias para que la vida se desarrollara en otros planetas?
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