“Aristóteles es un miserable sofista […] Su lógica es un manual de la demencia”, vociferaba un hombre en las calles de Londres. Era el siglo XVI y el pensamiento científico de Francis Bacon se había despegado años luz de sus contemporáneos, tanto que catalogaba a la obra del discípulo de Platón como estéril e incapaz de beneficiar al hombre en ninguna de sus direcciones.
Bacon fue el verdadero padre de la metodología moderna, de él surge la ciencia experimental que se orienta directamente a los hechos sin la necesidad de recurrir a Dios ni a teorías fantasiosas o envueltas en una atmósfera de magia o milagro.
Antecedentes
En el siglo XVI, Inglaterra se forjaba con riquezas procedentes del hurto de naves españolas, el comercio de esclavos africanos y de la colonización y explotación del recién descubierto continente norteamericano. Los ingleses estaban a punto de heredar la hegemonía del mundo y el mar era su principal canal de comunicación.
Francis Bacon nació en 1561, como el menor de dos hermanos. Su padre fungía como ministro de justicia de la reina Isabel I, también conocida como la Reina Virgen. Francis y su hermano Anthony recibieron educación en el Trinity Colleege de Cambridge, ambos tuvieron orientación homosexual, un hecho muy castigado en su época.
El colegio no tenía mayor autoridad que la Sagrada Biblia, pero para Bacon la “verdad” revelada por estas páginas le era insuficiente. Entonces, decidió investigar por cuenta propia los fenómenos que acontecen en el cielo y sobre el llamado “fenómeno de la creación”.
El autor inglés Richard William Church escribió que la vida de Bacon “era una sobre la cual duele leer o escribir. Es la vida de un hombre dotado con una combinación tan rara de nobles, como nunca se ha dotado otro intelecto humano; es la vida de alguien cuyo propósito de vida y de su diario trabajo era hacer cosas grandiosas, para iluminar y elevar su raza, para enriquecerla con nuevos poderes, para embodegar para todas las edades por venir una fuente de bendiciones que nunca ha de fallar o secarse”.
Según Church, Bacon tuvo la incansable y romántica ambición del conocimiento, así como la conquista de la naturaleza para el servicio del hombre. Su importancia en la ciencia es tal porque marca la salida de la Edad Media aristotélica y la entrada a un periodo más ilustre. Este pensador sentó las pautas de cómo hacer un análisis y una investigación científica, así como la manera en que esta investigación debe usarse para hablar de “la verdad de las cosas”.
Enemigos del método
De temperamento rebelde y dueño de una inteligencia excepcional, Bacon publicó en 1620 lo que a la postre se convertiría en su obra más importante: Novum organum, cuyas páginas abordan la lógica correspondiente el pensamiento técnico-científico. El libro toma su nombre de la obra aristotélica Organum, pues precisamente debate los puntos redactados por el filósofo griego.
La obra de Bacon trata sobre la lógica del procedimiento técnico-científico. El inglés consideraba que era necesario que el ser humano se valiera de instrumentos para dominar a la naturaleza y, de esta manera, poder dar forma a los datos pertenecientes a la experiencia sensible. Para llegar a este punto, habría que despojarse de los prejuicios que evitan el desarrollo de nuevas ideas.
Según la doctrina de Bacon, estos prejuicios o enemigos del conocimiento son los llamados ídolos. El pensador describió cuatro fantasmas que suelen rondar por la mesa de trabajo, impidiendo que el investigador se aproxime a la objetividad total.
Ídolos de la tribu. Surgen cuando el hombre deforma los resultados para que se muestren a su gusto. No se percata de ello, pero los prejuicios lo acompañan hasta que encuentra la raíz de sus preferencias. Se trata de paradigmas que flotan en la “tribu” a la que se pertenece; atributos y características que distinguen a una comunidad de otra.
Ídolos de la caverna. La idea podrá remitir al célebre mito platónico incluido den el libro XVII de La República. Estos ídolos corresponden a las ideas erróneas o distorsionadas que el individuo posee sobre la realidad que lo rodea. Dependerá de las características sobre las condiciones de su crianza, donde hubo de gestarse su aprendizaje emocional, físico y psicológico, así como el impacto que su individualidad tuvo en el entorno donde se desarrolló.
Ídolos del mercado. Aquí, Bacon alude a la tiranía de la palabra, el medio común del entendimiento. Entre más sentido corriente tenga una palabra, será más coloquial. La fuerza de este ídolo tiene su ejemplo en la propaganda. En términos de mercado, una buena mercancía no se vende si carece de propaganda y verá frustrada su llegada a los grupos importantes de consumo. No obstante, una maña mercancía acompañada de buena propaganda, tiene más posibilidades de alcanzar el éxito comercial. Lo miso sucede en la ciencia, donde deben emplearse palabras precisas y argumentos certeros que resulten atractivos y aceptables para los consumidores de ciencia.
Ídolos del teatro. En este nicho conviven las ideas transmitidas de generación en generación que forman parte del bagaje mental del ser humano. Bacon los denominaba así, porque pensaba que los sistemas filosóficos que se han heredado no son más que “piezas teatrales que constituyen un mundo de ilusión literaria”. Las raíces de este fantasma ahondan en el amor propio y la soberbia. Bajo su influencia, los resultados tienden a deformarse. Cada quien defiende con rabia su teoría sólo por el simple hecho de ser suya. Este narcisismo provoca de que el investigador no se retracte aunque sus resultados denoten su error. El objetivo tiene que salir porque él así lo predijo. Se trata de una actitud narcisista que amenaza de muerte a la objetividad al momento de analizar los resultados.
Bacon denunciaba estas ideas falsas para que el investigador pudiera tener los pies en la tierra y lograra evadir las distorsiones diseñadas por las fantasías y el narcisismo. Su método de estudio era el inductivo; es decir, de lo particular a lo general. Se trataba de una inducción que permitía razonar la investigación, alejado de los filósofos antiguos y el silogismo aristotélico.
Para el inglés, el investigador debe ir delante de los hechos y no mirarlos pasivamente, símil a un cazador con gran olfato. Y es que el pensamiento inductivo es ascendente; emerge de un hecho pequeño hacia un hecho mayor. Ciertos aspectos podrían asemejarlo con el concepto de generalidad (partir de hechos concretos para llegar a una conclusión generalizable de los mismos). No obstante, la inducción baconiana es un método por eliminación, un juego de preguntas y respuestas que dirige a cierto resultado.
El profesor mexicano Antonio Oriol Anguera, en su libro Filosofía de la ciencia (Instituto Politécnico Nacional, 1994), cita el siguiente ejemplo del pensador inglés para visualizar de mejor modo su inducción:
“¿Entonces un fenómeno es terrestre? No, el sol es caliente. ¿Son calientes todos los cuerpos celestes? No, la luna es fría. ¿Depende el calor de la presencia en el cuerpo de alguna parte constitutiva, como el antiguo elemento del fuego? No, cualquier cuerpo puede calentarse por simple fricción. ¿Depende el calor de la textura del cuerpo? No, un cuerpo de cualquier textura puede calentarse”. Bacon concluye: “el calor se explica dentro de uno de los cuerpos que lo manifiestan”.
Una vez encontrados los resultados, Bacon dividía los datos de este en tres tablas:
Tabla de esencia y presencia. Se incluye la totalidad de los hechos presentes en la forma buscada. En este caso, se entiende por “forma” a las características primarias del problema sometido al estudio.
Tabla de desviación. Se anota la totalidad de los hechos negativos o discordantes relacionados al tema que se estudia.
Tabla de grados o de comparación. Abre la posibilidad de recoger la primera hipótesis del trabajo.
Bacon apreciaba la conveniencia de la segunda tabla, la cual lograba consignar los datos que no ligaban con los de la primera. La confrontación de estas dos relaciones, en el pensamiento del inglés, es la que puede brindar un resultado provechoso.
Francis Bacon falleció en 1626, su cuerpo fue sepultado en la iglesia de San Michel, en St. Alban. Su influencia alcanzaría el clímax en el siglo XVIII, cuando Leibniz lo calificó como “un hombre de inteligencia divina”.
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