“...que mira hacia el futuro al que busca anticipar y construir por adelantado”,
Émile Durkheim sobre el método del arte
Arte significa muchas cosas. Probablemente desmenuzar su sentido nos llevaría eones. Su significado es tan abstracto y subjetivo como su materia misma, no siempre es la imagen sino lo que puede llegar a representar. Tal vez el arte es sólo mera excusa para dejar huella alguna en esta tierra a la cual no pertenecemos.
Pero, si algo está claro de definición, es que el arte es una manifestación del hombre por explicar o plasmar su entorno, producir los objetos, imágenes y sonidos que la misma naturaleza genera y a lo que llamamos fenómenos. Sin embargo, qué pasa cuando ese fenómeno no es natural, sino humano, y más cuando eso humano está conjugado bajo una complicada ramificación de elementos culturales que forman su ser. Dicho esto, el ser humano también plasma su entorno, lo que es particular de él, aquello que corresponde a la sociedad en dónde se explaya. Es ahí cuando los mensajes enunciados pierden su sentido estético y armonioso para ofrecer una idea o manifiesto.
Durante el periodo de 1790 y 1880 un movimiento revelador como lo fue el romanticismo surgiría de un frío neoclasicismo. Esta corriente, paralelamente surgida en Alemania y Reino Unido, reivindicaría los sentimientos del hombre, la importancia de la libertad y exaltaría la naturaleza evocada en un océano de emociones. Esa liberación del alma sirvió para conjugar movimientos sociales de la época, que después ofrecerían apertura alguna a darle un espacio a la sociedad dentro de un formato (el arte) que se había monopolizado por la pretensión de un sector privilegiado y adoctrinado. Para ello surgió un contrapeso: el realismo social. Expresión que instauraba al individuo promedio como protagonista y fenómeno digno de observación. Miradas que se vuelven políticas de acorde a la relación existente entre la dualidad de la individualidad y el conjunto al que forma parte el individuo.
Lo real es social
Inicialmente el realismo se dio como corriente artística a mediados del siglo XIX en Francia. Cabe destacar que para principios de 1800 se había consumado la revolución francesa (1789-1799). Durante este proceso se intentó restaurar la integridad de la ciudadanía de cara a una privilegiada y cegada aristocracia, teniendo como decreto la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Dando paso al realismo social, movimiento artístico que se enfocaría en representar, de una forma veraz, la realidad y la vida cotidiana predispuesta a exponer y exaltar al individuo y las cosas sin idealizarlas, como el caso del influyente romanticismo, no menos preciado ya que impactaría a los futuros movimientos revolucionarios como lo fueron la francesa, la estadounidense e Industrial. Este realismo social manifestaría un mayor interés por los factores sociales que estéticos.
Obras como Las espigadoras (1857) de François Millet o El vagón de tercera clase (1864) de Honoré Daumier, buscan plasmar la realidad del momento al mismo tiempo en que hacen una crítica, resultado de yuxtaponer los discursos sociales con el ocaso del romanticismo. Todo esto durante una época de tensiones sociales y políticas que darían espacio a una sociedad de clases redefinida por una hegemonía burguesa. Esta conciencia de clase sería de vinculación para los artistas en la toma de posturas o inclinaciones izquierdistas que, en función de su medio artístico, ejercieron una nueva modalidad de denuncia.
Realismo socialista
Unos años después, ya entrado en el siglo XX, principalmente por los años treinta, una nueva corriente afloraría en la Unión Soviética. Este arte sería más político tomando como ejemplo el impacto discursivo del realismo social, antes visto en principalmente en Francia, no obstante, se iría apartando de la doctrina realista herencia del siglo pasado. A este corriente se le denominó como realismo socialista. Término que describiría la idiosincrasia enunciada en base a la dictadura del proletariado por medio del arte. Este nuevo modelo discursivo, e ideológico, se inspiró en el neoclasismo y el realismo de la literatura rusa.
Esta corriente, distanciada de un arte aristocrático, el cual se producía particularmente para el gusto de los zares, tuvo su búsqueda en la exaltación de la clase trabajadora presentando al individuo común como algo de admirar y enorgullecerse. Sin embargo, la Unión Soviética, que controlaba todas las esferas en la vida de los ciudadanos, también influenciaron sobre el proceso artístico volviendo un mensaje político.
Esto sirvió para implementar propaganda con el fin de promover la ideología y educación de los obreros bajo la insignia socialista. Esto se pude hacer visible en las obras del pintor, cartelista y escultor Aleksandr Deineka como en La cuenca del Don (1947), Quien obtendrá lo mejor de quien (1932), o como por ejemplo en El maestro rural (1925) de E. A. Katsman o El corresponsal obrero (1925) de Viktor Perelman.
A pesar de que las obras de esta época incluyeron una amplia gama de tradiciones cultivadas en un arte de estilo arcaico y constructivista, también sirvió como instrumento ideológico y de culto al sistema soviético. Alguna de las obras que hacen muestra de ello son Lenin en la tribuna (1927) de Isaak Brodski o Kirov en la marcha de deportistas aficionados (1935) de Alexander Samokhvalov. El realismo alcanzaría una proyección institucional, de tal forma que mayormente en los países de occidente se concibió este modelo de expresión como un “arte de partido”, por decir propagandístico.
Influencia
El modelo de expresión tuvo vigencia y replica en otros países y en un diverso grado de rigor. Por ejemplo, este modelo es visible y destacado en Corea del Norte, actual país donde se impone la corriente estética. Vestigio de esto son sus colosales monumentos como lo son el Gran Monumento Mansudae, dónde se posicionan en su centro las inmensas estatuas de los exlíderes norcoreanos Kim Il Sung y Kim Jong Il, con representaciones a los lados de sus guerras más significativas; una de independencia frente a la colonización sufrida por parte de Japón y otra de defensa frente a las fuerzas estadounidenses durante la Guerra de Corea. Otros monumentos al igual de particulares y significativos serían el Monumento a la fundación del partido o el Arco de la Reunificación. También otro lugar dónde el realismo socialista impactaría sería en nuestro propio país. Esto se haría presente en las tendencias izquierdistas que ponderaba mayormente en el llamado muralismo mexicano. Un ejemplo, por mencionar algunos, sería Katharsis (1935), alegoría sobre la guerra y la desintegración social, plasmada por José Clemente Orozco. En el año 1934 Diego Rivera terminaría El hombre controlador del universo, donde se plantea la llamada encrucijada de la humanidad entre el capitalismo y el comunismo. Por otro lado, David Alfaro Siqueiros con Retrato de la burguesía (1939) donde plasma la glorificación de la izquierda, el desdén a la aristocracia en una representación de la violencia.
Aun así, este realismo social, o socialista, se nutre de principios que sirven como molde para la reproducción de sus obras englobando temáticas como el desarrollo revolucionario de la sociedad vertida en un sentido romántico que vincula la realidad y el deseo, el optimismo con la visión de héroes positivos sumados a una libertad progresista, que siendo totalmente puros en su intencionalidad se prestan para dar un peligroso giro político que atenta con presumiblemente comprender el sentido social.
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