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Opinión

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Miscelánea

Nada es tan inhabitable como un lugar

donde hemos sido felices.

Césare Pavese

El pasado es un país extraño. Un lugar inexistente al que a veces pretendemos volver” Así, habitando un pasado que sólo existe en mi nostalgia, siempre que puedo regreso a Cabanzón, un pueblo en la montaña de Cantabria, hermosa provincia sin artificios. Bosques, ríos, huertas y una gran familia, de la que al paso del tiempo, vamos quedando menos.

Tras una dura lucha por la vida, guerra civil de por medio, la España rural comenzaba a levantar cabeza cuando aparecí por allá. “Mire padre, la mexicana tiene zapatos”, dijo el pequeño Maxi al mirarme cuando en el Pegeot modelo cucaracha que era  la insigia de mi abuelo, aparcamos en el pueblo que en realidad era un caserío donde todos éramos parientes.

Con dieciocho años, unas viejas alpargatas, diez dólares en un bolsillo agujerado, y en tercera porque no había cuarta, muchos años atrás, el abuelo había conseguido embarcarse para desembarcar en Veracruz. Hacer la América era el propósito y lo consiguió. El principio fue duro, pero era joven, fuerte y trabajador. Hizo fortuna, formó familia, y es ahí donde yo aparezco. Los indianos (así se les llama a quienes regresan de la aventura americana) que eran mis abuelos, habían construido la única casita moderna con agua corriente, tina y WC.  

Un pequeño lujo entre las rudas casas de piedra y madera que por entonces carecían de servicios y que hoy, puestas al día, siguen dando su mejor cara a los cientos de años que llevan a cuestas. La pequeña iglesia y un rustico bar eran los centros sociales. Echarse un vino de vuelta a casa después de la labor, era cosa de hombres. Las mujeres sólo pisaban el bar para  recoger el pan que temprano, en su carromato, repartía el panadero.  

Tío Luciano era el matarife del pueblo. Todos los diciembres lo requerían para degollar el cerdo que cada familia engordaba durante el año. El día del matacillo era  fiesta. Sobre mesas cubiertas de manteles blancos, y bien provistas de vino y harto pan, se compartía una comilona. Después, durante algún tiempo, las mujeres se entregaban a la preparación de los chorizos, el borono, los jamones que bien administrados, daban sabor a las fabes que alimentaban a la familia durante todo el año. Recoger leña en el bosque, castañas en la carretera, pasear por las huertas, cruzar el río saltando entre las piedras, deshojar y armar ristras con ellos; todo era para mí una experiencia novedosa y alegre. Un espeso chocolate y galletas a granel era lo único que necesitábamos los primos para armar la fiesta. Así guarda mi memoria aquellos tiempos. Con la muerte del dictador llegaron a España la libertad y la prosperidad.

Los sobrinos, en busca de nuevas oportunidades, abandonaron el pueblo y ahora viven en ciudades, tienen pisos adosados, auto y un pasaporte que les permite trabajar en cualquier país de la Unión Europea. Sin jóvenes, el pueblo agoniza. Han cerrado el bar, ya no hay clientes. Van quedando pocas vacas, ya no  hay quién se ocupe, comentan mis primas, que viejas y viudas como yo, me acogen calidamente cuando las visito. En principio nos ponemos nostálgicas haciendo recuento de los que se han ido,  después hablamos de nuestras dolencias, de médicos y medicinas.

Una sorprendente buena temperatura permite merendar a cielo abierto: tierna tortilla de patatas, ibéricos que ya no son artesanales, y crujientes corbatas de Unquera. Entre vinos y risas, vamos recuperando nuestros años felices. Repetimos viejas anécdotas, tonteamos, ¿y si nos echamos un novio? dice  Eloína un poco achispada.  –Ay hija que no pasa nada, después te confiesas y ya está– responde María Jesús.  Hasta el próximo verano, ofrezco al despedirme, aunque es probable que la próxima reunión la tengamos en el cielo.

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