Año de nones,
año de dones
–A tus hermanas les dejan juguetes porque por que aún son niñas, tú ya estás grandecita para andar con esas tonterías –dijo papá– y los Santos Reyes me borraran de su lista. Un duro golpe de realidad a mis once años. Aún recuerdo lo humillada que me sentí cuando mostrándome sus muñecas mis hermanas preguntaron ¿a ti que te trajeron? Papá contaba que después de algún tiempo de insistir, finalmente un día de Reyes recibió el deseado balón.
Esa misma mañana, una errática patada y el balón fue a dar bajo las llantas de un camión que lo aplastó. –De hoy en adelante los Reyes no te van a traer nada por descuidado– le dijo su madre. A veces el día de Reyes es triste. Mi Querubín fue un Rey Mago siempre acertado. Yo le releía mi carta varias veces y el dejaba en mi zapato lo que yo había pedido. Haciendo un honesto examen de consciencia, este año no me arriesgue a que me dejarán un carbón y anticipándome al desaire, me obsequié un viajecito.
Mi amiga Gise, invitó, yo me apunte y allá fuimos, a esa lejana provincia que por su calidad de vida; puede considerarse primermundista. Con sus fortificaciones (construidas allá por el 1686 después del devastador ataque del sanguinario pirata conocido como Lorencillo) su arquitectura barroca, calles adoquinadas, la exuberancia de su luz y los vibrantes colores mexicanos que alguna vez, en el gris invierno de París, Diego Rivera ofreció mostrarle a su joven esposa Angelina Beloff. Por supuesto, cuando él volvió a México olvidó su promesa. Pero esa es otra historia. Vuelvo a Campeche.
Entre el jolgorio de los chiquillos que juegan por la noche y ancianos que toman el fresco, lamo un helado de queso de bola ¡que delicia! y sigo mi paseo por el magnífico malecón que a la manera de las ciudades construidas en la época Colonial, sin construcciones sobre la playa que lo impidan, ofrece a la vista una majestuosa bahía. Un lujo inesperado son las tres pistas que bordean el malecón: de tartán para corredores, otra para ciclistas y una más para paseantes. Aquí hasta los perros parecen felices.
Una sorpresa más en mi caminata, es la escultura viva que forma la gran familia de pelícanos que arropan su noche sobre una roca. Por la mañana me oxigena el aire purísimo, el gentil espíritu de los campechanos y la vista de las gaviotas que descienden en picada para pescar su alimento. La larga sobremesa después del lujoso desayuno que ofrece nuestra anfitriona, es otra felicidad. Aquí nadie tiene prisa, el tiempo transcurre sin apuro. Para resguardarse del calor y el sol, los campechanos duermen la siesta.
Inquietante me resulta la visita al museo de arqueología donde máscaras de jade y exquisitas figuras de la isla de Jaina desvelan vagamente el misterio de otras vidas, de otros tiempos. Después de mis días campechanos, vuelvo a casa bien dispuesta; convencida de que sí, si hay otro modo de vivir. México tiene todo lo que se necesita para que hagamos de él un gran país, sólo tenemos que concebirlo.
“Porque debajo de los ojos de fuego y los chorros de insultos, y la brutal tarea de pisar mariposas y cadáveres, hay lo que nos pertenece. Lo que vierte alegría y hace florecer júbilos. Las limpias decisiones de tantos mexicanos que paralizando el ruido mediocre de las calles, saltan dando voces de alerta. De esperanza, de creatividad y participación”. México es mucho más que sus erráticos gobiernos.
Somos una sociedad civil cívicamente madura que cree en la cultura, en la educación, en el progreso. Hoy toca creer y adentrarnos en este 2023 con optimismo y fe. No sé cuánto me dure la serenidad campechana pero insisto en que 2023 será un año de dones.
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