La pantalla la encuadra en el jardín de un hotel en Ciudad de México. Laura Restrepo (Bogotá, 1950) aparece entre árboles verduzcos y palapas azules que combinan con su vestuario en tonos fríos. La escritora atiende la agenda de entrevistas sobre Canción de antiguos amantes (Alfaguara, 2022), su nueva novela. Se coloca sus lentes de armazón negro, gira hacia la cámara, dice que el país siempre la trata de lo mejor, que hace un poco de frío en la mañana septembrina, pero que le gusta así, sabroso, para que refresque.
Gilles Deleuze escribió que la literatura es la historia de un pueblo que todavía no existe. Laura escucha la frase, una de sus favoritas, y la remite a la mezcla de periodismo y literatura con la que moldea sus historias. El oficio que ejerce toma fragmentos de la realidad y añade lo que intuye, lo que viene, aquello que no ha sucedido. Complementar el reportaje es ya habitar terrenos literarios. Por eso le parece una carambola haber escrito una novela inspirada en la reina de Saba.
Viajó a Yemen con la asociación Médicos sin Fronteras, a un país casi desconocido en su geografía mental. Pero había leído el libro La reina de Saba, de André Malraux, que describe a Yemen, Somalia y Etiopía como los actuales territorios que del mítico reino de Saba. En esa obra, Malraux relata que en 1934 contrató una avioneta para sobrevolar Yemen y localizar algún vestigio que lo llevara con la mujer bíblica. No fue el único autor que se obsesionó con ella: Tomás de Aquino y Gérard de Nerval se habían ocupado de su figura tiempo atrás.
Para la colombiana, llegar a Saná, la capital yemení, fue un viaje en el tiempo. Vio sus edificios dignos de Las mil y una noches, recorrió los campos de refugiados, los barrios de las prostitutas. Transitó por los desiertos de Yemen, heridos por las guerras; se encontró de frente con mujeres migrantes somalíes, quienes le aseguraban ser descendientes de la reina de Saba, mientras pisaban una arena que no se desprende de su pasado. Canción de antiguos amantes brota justo en ese lugar, donde el mito y la realidad danzan a través de los milenios.
“Yo te diría que sobre ese tipo de drama, sometimiento y violencia sobre la mujer musulmana, sí se habla y se recalca mucho en Occidente. Te diría más bien que lo que se desconoce son los intentos de las propias mujeres musulmanas por librarse de esos problemas. Muchas de las mujeres que van en las caravanas de migrantes son madres, con sus niñas, que se van de su tribu, de su familia, porque no quieren que a las niñas las mutilen como las mutilaron a ellas”.
Con la novela avanzada, Laura regresó a Colombia y abrió una caja en el archivo de su abuelo, el también escritor Enrique Restrepo. Había humedad en el sótano y sólo quería cerciorarse de que sus manuscritos estuvieran a salvo. Entonces, encontró un texto mecanografiado con tinta Remington de color púrpura: En el nombre de Alá. Le emocionó que su abuelo hubiera escrito una narración sobre el mismo país que recién había visitado, le hizo pensar que ella estaba terminando una tarea empezada por él.
Según La Biblia, la reina de Saba se desplazó por el desierto para visitar al rey Salomón. Con la poética de “El cantar de los cantares”, la autora construye personajes como Bos Mutas, Zahra Mayda o Pata de Cabra y los coloca en intervalos de tiempo. Malraux decía que de la reina de Saba sólo han hablado los dioses; Tomás de Aquino la llamó “sabiduría de Oriente”; Nerval puso su nombre en todo lo que buscaba; Restrepo concluye que al final ella es eso, palabra, literatura que habita en las mujeres de la península arábiga, en su arquitectura viviente de carne y espíritu.
En su libro, Malraux se para al lado de un avión y escribe: “Estamos allí sin sombra, al lado de ese motor que es el Occidente mismo”. ¿Te sucedió algo similar? ¿Cómo descender de esa aeronave de Occidente?
Te respondería que sí y no. Por un lado, el mundo árabe —y más este tan escondido, este mundo de Yemen donde a las mujeres no les ves más que las pestañas— es un mundo al cual hay que penetrar, un viaje iniciático en el cual vas entrando poquito a poco y no raspas más que la superficie. Por ese lado, sí, va uno en el avión que no aterriza del todo, que sobrevuela. Pero por otro lado, te diría que, como tercermundista que soy, que somos, uno siente que está llegando a lo propio, que no es tan distinto y que esas mujeres que conoces allá son las mismas nuestras, son las mismas que recorren Centroamérica, son las mismas que atraviesan o se ahogan en el Mediterráneo, las mismas del desplazamiento interno por la violencia en Colombia. La comunicación con ellas no tiene fronteras, tú no te sientes extraño. De hecho, los de Médicos sin Fronteras son muy cuidadosos con todo el asunto de la seguridad —“aquí no te metas”, “por esta carretera no, que están bombardeando”—. Pero también me encantaba escapar de las misiones y meterme a los barrios de las prostitutas, de las mendigas, a las casas, a los campos de refugiados, para no quedarme con la explicación general; ahí te sientes en casa. Conocemos eso, inclusive en carne propia. Seguramente, como profesionales, con muchísima menos dureza, pero nosotros conocemos la violencia, el desplazamiento, el exilio. No somos testigos, somos parte.
En la primera parte de la novela, Bos Mutas se encuentra junto a Zahra Bayda y observan a una niña. Mutas la describe como “una niña que alumbra”. Cuando hablas con estas mujeres que te empiezan a contar, a echarte en cara toda su tradición milenaria como descendientes de la reina de Saba, ¿qué te alumbra?
Mira, fue también ver cómo, de alguna manera lo que es una tragedia humanitaria, y lo vemos como una tragedia humanitaria, porque lo es, y que los medios la pintan solo como eso… Yemen es la tradición de la humanidad, y es ver cómo detrás de ellas hay una tradición de siglos que las respalda, que le da sentido, que le da heroísmo a una aventura que también se puede ver simplemente como los números del hambre y los números de la miseria. No es sólo eso; es una historia de valor, de arrojo, de capacidad de sobrevivir. Y en esa medida, es una historia del futuro, como eran historias del futuro las grandes gestas: La Eneida, donde Enéas sale de una Troya destruida o la historia de Ulises que recorre las islas buscando su casa. Ellos qué eran si no grandes desterrados, grandes desplazados y los veíamos como héroes. Entonces, ese halo mítico, estas mismas mujeres me señalaban, me entroncaban en otra dimensión, en la dimensión del desplazamiento como gesta fundacional. Es decir, ellas no sólo salen de un país; llegan a otro y llevan su cultura muchas veces más antigua que los lugares a donde llegan. Por eso, ese miedo al desplazado, al migrante, es tan mezquino, ¿cierto? Porque es no ver lo que hay detrás de cada migrante. No sólo su aventura personal, sino ellos como estirpe, como cultura. Fíjate que no sólo fue toparme cara a cara con el mito de la Reina de Saba, sino también con Lucy. En Etiopía, en el Museo de Antropología, ahí están los huesitos de Lucy, la primera hembra humana del planeta. Era muy emocionante estar haciendo el recuento de todo este enorme río de la migración femenina, de pronto ver a esa mujeruca que se para sobre sus dos pies, mira hacia el horizonte y echa andar tratando de buscar un lugar donde la vida sea mejor. Sí, la migración es una gran tragedia, pero también es una especie de retomar los orígenes. Es muy posible que dentro de poco —casi se podría decir que es seguro— la horda de migrantes va a ser cada vez más y más, y nos va a ir tocando a todos.
El desplazamiento y la migración son temas que ya has tratado en otros libros como La multitud errante (Debolsillo, 2001), abordados siempre desde la mirada femenina. Aunado a la situación de las mujeres en Yemen, ¿te lleva a reflexionar que la gran historia de este mundo está escrita en un desplazamiento?
Creo que sí, creo que parte de la construcción y de la ideología occidental tiene qué ver con una sobrevaloración del sedentarismo, que en realidad ocupa una etapa relativamente corta de la historia de la humanidad. La humanidad ha sido siempre una humanidad en el camino. El hecho de que se levanten las fronteras, las vallas, los muros, las visas, la discriminación… es una manera de defender un sedentarismo que cada vez se ve más avanzado por la sobrepoblación, la contaminación de ciudades donde será más difícil vivir. Nada más la pandemia puso en evidencia el problema que es vivir hacinados en un sólo sitio. Entonces, creo que de alguna manera, esta lucha de los actuales migrantes tiene qué ver con cómo es posible que haya fronteras por donde pueden pasar las mercancía, pero los trabajadores no. ¿Por qué no abrir las fronteras para que la gente pueda ir a laborar adonde hay trabajo y regresar libremente a su casa? También la idea de que los tercermundistas huimos porque no nos gusta nuestro sitio… es una falsa idea, ¡claro que nos gusta! Lo que pasa es que, muchas veces, para sobrevivir, hay que buscar trabajo en otro lado. Si hubiera libertad, la gente podría ir y volver, volver al lugar donde están enterrados sus muertos, donde está la comida que le gusta comer, el paisaje que les inspira. Creo que la literatura, el periodismo, el cine, el arte y la cultura en general, tienen que repensar los términos de “sedentarismo” y de la “movilidad”. Me parece que parte de la tragedia también tiene qué ver con ese tratamiento discriminatorio hacia el migrante, como si fuera plaga; cuando de pronto uno piensa que quizá ya está llegando la hora de la hiperconcentración en lo sedentario.
Hablamos de un mito, de una historia bíblica y milenaria como la reina de Saba, pero también tocamos un tema actual como lo es el desplazamiento. Esto me lleva a una pregunta que Bos Mutas se hace sobre el tiempo: “¿Y si la eternidad no es un tiempo que dura para siempre?”.
Lo puse en boca de él porque es la sensación que tú tienes en un sitio como Yemen. Él tiene la sensación de que el tiempo en verdad no es una coordenada que tenga demasiado sentido, porque sí, se vive al mismo tiempo presente, pasado y futuro, es un hecho. Es decir, tú sales por la noche a ese cielo yemení absolutamente lleno de estrellas y ves esa inmensidad que también se traga la tierra, y el tiempo se detiene. Es como un instante que se prolonga. El mismo caminar que no se sabe de dónde sale ni a dónde llega, también carece de tiempo. Yo creo que es una experiencia distinta del tiempo. Mira que, ahora que decías de frases de Malraux en ese librito tan bello, me acuerdo de una preciosa, como de la reina de Saba sólo hay referencias en la Biblia y en el Corán, Malraux dice: “de ella sólo han hablado los dioses”.
Malraux, Gérard de Nerval y Tomás de Aquino aparecen en Bos Mutas cuando, al hablar de Zahra Bayda, indica que se ha pasado la vida soñando con mujeres imaginarias a quienes convierte en reales, pero ahora está delante de una mujer real y la convierte en imaginaria.
Sí, también las lecturas me ayudaron mucho a imaginar a Bos Mutas. Yo tenía que narrar a través de un hombre, porque quería ser locamente enamorada de la reina de Saba y me era difícil concebirlo como una mujer. Al mismo tiempo me costaba trabajo cómo son estas obsesiones masculinas, cómo podrían ser. La lectura de estos autores me ayudó a imaginar esta especie de idealismo, de este Bos Mutas que finalmente acaba viendo a la reina de Saba hasta en la muchachita limosnera que se le acerca a jalarle la manga de la camisa. Y como dices tú, cuando ve a la reina de Saba, lleva tanto tiempo inventándosela que, cuando la tiene delante, no la ve.
Sobre todas las versiones que existen de la reina de Saba, Pata de Cabra es la que más perdura en todo el libro. ¿Qué te transmite ella como personaje? Incluso hay un momento en que la comparas con Patti Smith.
Mira, yo puse una frase que pusimos en la contratapa: “Todo mito que nace renace. Todo mito que encarna reencarna”. De ahí me tomé la libertad de presentarme a la reina de Saba como quería, pero también como me la presentaban las mujeres que me decían: “Yo soy descendiente de la reina de Saba”. Era el deseo de verlas como ellas, quitarle trono, quitarle corona, quitarle joyas, quitarle velos y más bien verla como una caminanta más, seguramente la líder de las caravanas —que de hecho debió ser, porque ella comerciaba con el incienso y debía de ser la jefa de esas larguísimas caravanas—. Me gustaba mucho que fuera coja, porque buena parte de la leyenda de la reina de Saba la pinta con un defecto muy extraño en la pierna. Hay distintas versiones. Según los franceses, la abuela de Carlomagno y todas las mujeres que lo antecedieron eran “patas de gansa”. Las llamaban “Berta pie grande”, porque tenían la cojera debido a la pata de gansa. En otras leyendas es “pata de cabra”, en otras más simplemente tenía las piernas muy peludas, esa era como la rareza. Inclusive en las leyendas que no están en La Biblia, pero las más cercanas a los tiempos originarios, la madre del Rey Salomón la hace atravesar, pasando sobre un espejo de agua, para poder mirar qué es lo que la reina de Saba trae, por qué se habla de que tiene algo extraño en las piernas o entre ellas. Yo llegaba a pensar, por ciertas referencias —se puede incluso referir a la mutilación genital femenina que ya desde entonces veía existir—, que la madre de Salomón, si esa mujer se va a casar con su hijo, quiere ver cómo tiene los genitales. Algo que se puede leer para los dos lados, porque en muy viejos textos leí que la mutilación genital femenina viene más bien de la cultura de Israel, como paralela a lo masculino. Entonces podía ser que quería verificarse que la tuviera, que tuviera hecha la ablación o que no la tuviera, cualquiera de las dos. Pero me llamaba mucho la atención que fuera coja, que la reina, la caminante fuera coja y que, sin embargo, lograra recorrer distancias enormes en alusión a los mil problemas por los que estas mujeres pasan, al hecho de que se mueran muchas por el camino, de que tienen que cargar con sus enfermos, con sus ancianos, sacar comida donde no hay, prácticamente exprimiendo las piedras para poder alimentar a sus hijos y, sin embargo, ellas siguen, y llegan. Esa era una sensación clara que yo tenía: a pesar de todo, estas mujeres van a llegar. No tengo ni idea a dónde, pero ellas van a llegar, algún día van a llegar. ¿Que les cierren las puertas? Ahí van a estar hasta que logren abrirlas. Esa era la imagen que quería darle a mi propia reina de Saba, una especie de bello monstruo, asociada con las mujeres migrantes y, además, en esta región de Yemen, Somalia y Etiopía. Tú ahí hablas de migración y hablas de mujeres con sus niños, por la razón pragmática de que la guerra es tan tremenda que se traga a los hombres; todos los hombres acaban convertidos en soldados y quienes abandonan las ciudades destrozadas son las mujeres y los niños.
Cierras la novela con El cantar de los cantares y creo que tu texto también habla mucho de la empatía, de un puente para tener comunicación con el otro. ¿Qué empatía encuentras en El cantar de los cantares y por qué decidiste usarlo de puente para narrar esta historia?
Primero, por razones obvias, porque la reina de Saba, según muchas de las interpretaciones, es la amada de “El cantar de los cantares”, que se supone además que está escrito por Salomón y, por tanto, se interpreta que es el encuentro de ellos. Entonces, por un lado se imponía y, por otro, a pesar de la tragedia que se vivía, yo me negaba a sentir el eco del Apocalipsis; también hay toda esta solidaridad, esta posibilidad de encuentro, que además es la única tabla de salvación que hay allí. Si no es por el apoyo de las otras, no hay vida ahí para ninguna. Yo que soy muy viajera te digo que no conozco ciudades más bellas que las yemeníes ni un desierto más imponente. Es el desierto total, con las primeras ciudades habitadas del planeta, esas torres de barro hasta de doce pisos, con esos huertos en la mitad de pleno desierto, que te llega el olor a la albahaca y la yerbabuena. Es el medioevo musulmán intacto cuando está amurallado. De alguna manera, “El cantar de los cantares” resonaba para mí. Parecía que en estos tiempos de tremenda crisis ambiental, donde el maltrato a la naturaleza y la distancia que la cultura ha puesto sobre ella, “El cantar de los cantares” es donde el amado se funde con el ciervo, la amada se funde con los rebaños de ovejas, hacen el amor en el huerto bajo los manzanos. En la versión de Juan de la Cruz hacen en amor en una cueva de leones. Hay una sensación de reunificación, de todo con todo y del ser humano con la naturaleza, con los animales. Una especie de reencuentro cósmico, un erotismo muy carnal, muy sensual y al mismo tiempo universal. Es un canto de reencuentro, como posiblemente no se haya escrito otro en lo que lleva la escritura de la humanidad. Yo por lo menos no conozco otro tan intenso, tan bello. Inclusive llega un momento en que el amado y la amada se confunden, no se sabe cuál es cual, cuál de los dos es el que está hablando; el amado tiene pechos, la amada tiene atributos masculinos. Así que me parecía que no era el Apocalipsis lo que podemos tener en el subconsciente en estos tiempos tan críticos, sino más bien, “El cantar de los cantares” apuntaría a un recuperar viejas alianzas y viejas identidades cósmicas que debimos tener en algún momento.
Epílogo
La tarde cae en el corazón de la Perla Tapatía. Desde la terraza del Hotel Hilton se aprecian cientos de personas que entran y salen de la Expo Guadalajara, donde se gesta la trigésimo sexta edición de la Feria Internacional del Libro. Hay bullicio, luces nacientes. Dos mujeres policías intentan paliar el tráfico en avenida Las Rosas y otorgan licencia a los transeúntes para que dejen sus huellas sobre el camino cebreado.
Es el último lunes de noviembre, casi las siete de la noche. Laura Restrepo está por terminar la presentación de su libro Canción de antiguos amantes en el Salón 4. La acompaña la periodista Mariana H y Marisol Schulz, directora de la FIL Guadalajara, quien la llama “ciudadana del mundo”. La escritora se pronuncia feliz por el periplo, conversa sobre su obra y responde inquietudes del público antes de levantarse de su asiento. “He tratado de romper los márgenes de los géneros, volverlos más elásticos”.
Con el brillo de la cruz que cuelga de su cuello, sale del salón. Se dirige al módulo de firmas del Área Internacional. Allí observa la fila de lectores que aguardan por un autógrafo. Cargan ejemplares de La novia oscura (1999), Delirio (2004), Demasiados héroes (2009), Los divinos (2017) y, por supuesto, Canción de antiguos amantes, con esa pintura de Lawrence Alma-Tadema que la editorial eligió para la portada. Firma por casi hora y media, el cansancio no le borra la sonrisa. Firma y recorre un terreno inmemorial que ha traducido a su mirada. Firma con plumón púrpura, como la tinta en el manuscrito de su abuelo. “¡Por el reencuentro! Con abrazote. Laura, 2022”.
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