Casi desde el principio de su vida democrática, Estados Unidos empezó a vivir la alternancia en el poder. George Washington, el primer presidente, no pertenecía a ningún partido político y fue electo por el Colegio Electoral de manera unánime, pero sus sucesores representaban corrientes políticas muy distintas que llegaron al poder, en alternancia, por medio de elecciones.
Esta alternancia de partidos y personas en el poder ha sido la característica más distintiva de los países democráticos. Las naciones que han alcanzado la democracia después de sufrir dictaduras registran con rapidez esa alternancia pacífica. En la España postfranquista, que empezó a tener elecciones en 1977, el Partido Socialista Obrero Español, en la oposición, ganó las elecciones de 1982 bajo el mando de Felipe González.
En México, sin embargo, pasó mucho tiempo para que pudiéramos experimentar la alternancia. No la vivimos, por supuesto, en dos siglos de imperio azteca, ni en los 300 años de régimen colonial, pero lo sorprendente es que tanto la vivimos durante la mayor parte de un régimen supuestamente republicano. Había alternancia, es cierto, pero por la fuerza de las armas. La primera alternancia pacífica en la Presidencia de la República tuvo lugar apenas en el 2000, 179 años después de la independencia.
El PRI en el siglo XX inventó una forma de concentrar el poder que ofrecía alternancia de personas, pero no de partidos. Una sola organización, aunque bajo tres nombres distintos, Partido Nacional Revolucionario, Partido de la Revolución Mexicana y Partido Revolucionario Internacional, gobernó el país desde 1929. Había elecciones, es cierto, pero todo el mundo sabía quién iba a ganar. El partido hegemónico ganaba por “carro completo” no solo en las elecciones presidenciales, sino virtualmente en todos los comicios federales, estatales y municipales. Los ideólogos del gobierno ofrecían toda suerte de explicaciones sobre la naturaleza del pueblo mexicano, que decían era distinto a los demás del mundo y que por eso votaba siempre por el mismo partido. La verdad es que las reglas estaban hechas para favorecer al partido del gobierno.
En 1988, después de una elección particularmente cuestionada, en la que Carlos Salinas de Gortari del PRI se impuso sobre Cuauhtémoc Cárdenas, candidato de un frente de izquierda, se realizaron una serie de enmiendas a la Constitución y a las leyes electorales que permitieron, entre otras cosas, la creación de un árbitro electoral independiente. Con el trabajo del Instituto Federal Electoral primero, y del Instituto Nacional electoral después, México empezó a vivir la alternancia. De hecho, un 70 por ciento de las elecciones han sido ganadas desde entonces por partidos de oposición.
Este sistema electoral hizo posible que un partido, Morena, creado apenas en 2014 pudiera triunfar en los comicios para la Presidencia en 2018 y convertirse en dominante. Esta ha sido la decisión de los ciudadanos en elecciones libres. Pero una cosa es tener un partido dominante y otra muy distinta regresar al partido hegemónico que ganaba todas las elecciones con ayuda del gobierno.
El actual régimen no necesita cambiar las reglas. Todas las encuestas señalan que Morena sigue siendo el partido preferido de los ciudadanos. Mientras lo sea por una decisión soberana, mantendremos una democracia con alternancia. Si regresamos a un sistema de partido hegemónico, habremos perdido la alternancia, y también la democracia.
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