En Cambiar el mundo desde arriba, el autor uruguayo Raúl Zibechi define:“El de intelectual no es un oficio o profesión; es una tarea colectiva al servicio de sujetos colectivos en lucha. El pensamiento crítico no puede estar atado a los poderes existentes y debe desplegarse libremente, con especial vocación autocrítica, no por masoquismo sino por el interés que todo rebelde debe tener en hacer balance para ajustar sus prácticas”. Luego nos recuerda que el término tiene origen en Francia de fines del siglo XIX durante el Caso Dreyfus: Alfred Dreyfus, capitán del ejército francés de origen judío, fue condenado injustamente a cadena perpetua luego de ser hallado culpable de alta traición por entregar información secreta al agregado militar en París. Concluido el proceso, la familia de Dreyfus enfocó sus esfuerzos en la defensa del capitán. En ello el papel de la prensa fue fundamental, especialmente un texto redactado por Èmile Zola titulado “Yo acuso”, que originó un manifiesto firmado, entre otros, por Anatole France, Pierre Louÿs, Marcel Proust y Charles Péguy. El jefe de redacción del L’Aurore, George Clemenceau, los definiría como “esos intelectuales que se agrupan en torno de una idea y se mantienen inquebrantables”. Así, el término nació para designar a aquellas personas que ofrecían su opinión de forma libre, para dar forma a lo que hoy se conoce como “opinión pública”.
“¿Cuál es la responsabilidad de estos especialistas a los que se llama escritores? ¿Se refleja esa responsabilidad en su arte, o la responsabilidad del escritor se ejerce en el estrecho límite de su especialidad, es decir, con relación a los problemas especiales que plantea el arte de escribir?”, inquiere Jean-Paul Sartre el 1 noviembre de 1946, en La Sorbona, durante un discurso titulado La responsabilidad del escritor. Para evitar confusiones, el autor advierte que su intervención se limita “al problema de la prosa”. Sin embargo no se trataba de una charla literaria, sino de un mensaje con profundas implicaciones políticas: “Nombrar una cosa es transformarla”, dice Sartre, y explica por qué: “Nos pasamos la vida dejando en la inconsciencia ciertos actos porque, precisamente, no queremos nombrarlos. No prestarles atención, realizarlos sin tomar consciencia reflexiva de ellos, sin volver la cabeza hacia ellos: hacemos, pero no nos vemos hacer. Nombrar una de esas acciones es entregarla, inmediatamente, a su autor, sea quien sea, diciendo: ‘Esto es lo que acabas de hacer, arréglatelas con eso’. La cosa así nombrada pierde su inocencia”.
Un lustro después, un psiquiatra de La Martinica llamado Frantz Fanon reflexiona en torno a la lucha anticolonial. Con 27 años, y con apenas uno de haberse graduado como psiquiatra, se concentra en vigilar su elocución porque sabe que se le juzga incluso por su manera de pronunciar (o no) las erres. “Dirán de mí, con mucho desprecio: ni siquiera sabe hablar francés”. Dada su formación, Fanon concluye que el colonialismo no es sólo un fenómeno externo. Desde su perspectiva, el complejo de inferioridad de las personas de color se debe a un doble fenómeno: por una parte es consecuencia del sometimiento económico, y por otra resulta de un proceso de interiorización: a partir de la dominación, el sujeto asume una psicología autoconstruida que implica una necesidad de “blanqueamiento”, es decir, una negación de sí mismo para tratar de encajar en la sociedad donde se desenvuelve. No basta entonces con tomar el poder. Así surge Piel negra, máscaras blancas, libro cuyo primer capítulo se titula “El negro y el lenguaje” y comienza con este párrafo: “Otorgamos una importancia fundamental al fenómeno del lenguaje. Por eso creemos que este estudio, que puede entregarnos uno de los elementos para la comprensión de la dimensión para el otro del hombre de color, es necesario. Entendiendo que hablar es existir absolutamente para el otro”.
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