Siempre es más fácil culpar a alguien más de los problemas que asumir la responsabilidad propia. Si esta actitud es común entre las personas comunes y corrientes, no debe sorprender que surja en las relaciones entre naciones.
La reflexión me viene a la cabeza por los intercambios y descalificaciones entre el presidente López Obrador y el secretario de estado de la Unión Americana, Antony Blinken, y otros funcionarios y legisladores estadounidenses. Las visiones radicalmente distintas de Washington y México sobre los problemas que afectan a ambas naciones no son cosa nueva, pero en los últimos tiempos se han intensificado.
Siempre ha habido políticos en Estados Unidos que han atacado a México para obtener apoyos y votos. También ha habido en México políticos que han culpado a nuestros vecinos de todos los males de nuestro país. Recuerdo el caso de Jesse Helms, quien desde el Senado estadounidense atacó constantemente a México, pero el representante más notable de esta actitud ha sido Donald Trump, quien hizo del odio a México y a los mexicanos la base de su exitosa campaña electoral presidencial de 2016. En México, culpar a los gringos por la pobreza y los problemas de nuestro país ha sido deporte nacional desde el siglo XIX.
En los últimos años hemos visto cómo el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, ha impulsado una campaña que sostiene que la violencia en México es producto de las armas que cruzan la frontera de Estados Unidos. No toma en cuenta que nuestro país, donde las armas están prohibidas, registra 28 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, mientras que Estados Unidos, donde las armas son legales, tiene menos de 8. La disponibilidad de armas no parece ser el factor principal que genera la violencia. La impunidad en México pesa más que la libertad de comprar armas en Estados Unidos.
Hemos visto también críticas de legisladores estadounidenses, como el representante Dan Crenshaw y el senador Lindsey Graham, al gobierno de López Obrador por su política de “abrazos y no balazos” contra el crimen organizado. Estos han amenazado, como antes lo hizo Trump, con utilizar a las fuerzas armadas de Estados Unidos para atacar directamente a las bandas de narcotraficantes en nuestro país. AMLO ha afirmado que estas amenazas son injerencistas, pero ha añadido que pedirá a los mexicanos en Estados Unidos que no voten por los republicanos.
Después de que en marzo se publicó el informe del Departamento de Estado sobre derechos humanos, que advertía que en México se siguen violando derechos fundamentales, el presidente López Obrador reaccionó con furia y dijo que el “departamentito de Estado” mentía. También acusó al gobierno de Estados Unidos de haber atentado contra el gasoducto Nordstream, construido para llevar gas ruso a Europa occidental, y de querer encarcelar a Trump, paradójicamente amigo de AMLO, para impedir que estuviera en las boletas electorales de 2024. Tanto el Departamento de Estado como la Casa Blanca lo desmintieron; pero, además, el secretario Blinken apuntó en una comparecencia en el Senado que partes del territorio mexicano son controladas por el narco.
Es verdad que hay una actitud de arrogancia del gobierno estadounidense al juzgar a otras naciones sin permitir que nadie lo juzgue a él, pero también es claro que los señalamientos a México del Departamento de estado son ciertos. Ninguno de los dos países es perfecto, pero sus gobiernos pretenden serlo y culpan los problemas entre los dos a las malas decisiones del otro. Un camino a la sensatez obligaría a los dos a reconocer sus faltas.
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