Se hace camino al leer
Llega de nuevo el abrileño Dia del libro y de la Rosa en que conmemoramos a William Shakespeare, Miguel de Cervantes y Garcilaso de la Vega, cuyos fallecimientos fueron en torno a este día. Se trata de una costumbre importada (Día de San Jordi en Barcelona) qué más da, obsequiar libros y rosas es una linda forma de festejar la vida, especialmente ante la inquietud que provoca el frecuente cierre de librerías y la imparable conquista de la tecnología que ha tomado sin reserva, el alma de los humanos.
Tik Tok, Wat´s up, el FAce, o el Kindle nos tienen atrapados. Yo insisto; encuentro placentera la lectura en papel, por lo que antes de que la invasión tecnológica acabe con los libros, me voy convirtiendo en acumuladora. –Si yo lo leíste tíralo o regálalo– aconsejaba mi marido ante el territorio ganado por libros en el pequeño departamento donde comenzamos la vida de casados. Tenía razón, pasados los años, mis volúmenes han tomado posesión de la casa, y no veo con qué o con quién podría compartir mejor mi espacio. Apretujarlos en los estantes me da una cierta seguridad. Son incondicionales, nunca me abandonan, cuento con ellos a cualquier hora, y a través de sus páginas puedo ver el mar. Sólo tengo que abrir un libro para escuchar a Ovidio, a Quevedo o a Tolstoi. Sin duda cada lector obcecado como yo, tiene sus motivaciones; está el lector agudo que analiza y exprime hasta la última gota de sangre a cada página. Hay otros cuya motivación es el descubrimiento, acrecentar su acervo cultural, o simplemente el gusto de pavonearse mencionando títulos y autores que según asume, le otorgan cierta superioridad. Mi motivación es más pedestre; obedece a la necesidad de escapar de la soledad, del aburrimiento, del insomnio, de la crueldad del tiempo que pertinaz, me va despojando hasta de mí misma. Leo para escapar de la vida a la que no acabo de acostumbrarme.
La tediosa espera en el consultorio del doctor o el largo vuelo en un avión sin un libro a la mano, puede provocarme un severo ataque de ansiedad. Leo para esperar tranquila mi turno en cualquier cola, sin sentir la necesidad de matar. A mí no me leyeron cuentos de niña, los leía yo misma. En mi adolescencia, Corín Tellado y sus aguerridas personajas que se enamoran, se casan, se divorcian, fuman y manejan autos, despertó mi interés por la lectura. Más adelante se convertiría en adicción con el descubrimiento del México frívolo que Carlos Fuentes retrata en La Estrella Vacía y Monsivais satiriza en sus crónicas. Cargué con el metate y el petate de Jesusa Palancares en Hasta no verte Jesús mío. Me derretí en el calor de Comala y caminé por las calles polvorientas de Macondo. De la mano de Tolstoi conocí La Guerra y la Paz, busqué el Tiempo Perdido con Prust; y soy Cordelia, la prudente hija del Rey Lear.
Leo porque la lectura satisface mi necesidad de estar siempre en otra parte. Viajo, sufro, odio, amo o abordo el Pequod para perseguir una ballena. Algunos libros me inspiran, otros sólo me entretienen. Aunque pensar no es lo mío, El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir me forzó a hacerlo y dio nuevas luces a mi femineidad.
Tengo marcada predilección por las biografías que me permiten husmear en las vidas ajenas. Enterarme por ejemplo de que Shakespeare fue un libertino que sedujo a cuanta doncella (y hasta algunos jóvenes varones) se le cruzó en el camino, o de que Lord Byron, conservaba como souvenir de sus amantes un mechón de vello púbico en una gran caja.
Revelación, sorpresa, descubrimiento. Entiendo que hay otras maneras de viajar, la marihuana por ejemplo. En cuanto a mí, prefiero embarcarme en un buen libro.
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