Los días de los filósofos
Literatura

Los días de los filósofos

Anécdotas sobre pensadores

La historia es famosa: de pensar tanto y tan profundamente, Tales dejó de advertir el camino que pisaba y cayó en un pozo.

Esta anécdota sobre el pensador occidental más antiguo del que se tiene registro no dice nada de sus ideas, pero sí puede dibujar su personalidad. Y es que debe despejarse la confusión: escribir de filósofos, su fortuna o miseria, no es escribir de filosofía. Leer sobre un episodio de su paso por el mundo no equivale al esfuerzo de abstracción que lleva comprender su sistema filosófico.

Sin embargo, conocer sus vidas, más allá del cotilleo, del mero chisme, lleva a destruir o reforzar prejuicios. En las líneas iniciales de Los últimos días de Immanuel Kant, Thomas de Quincey justifica su relato al exponer que “un gran hombre, por impopular que sea su carrera, será siempre objeto de la curiosidad liberal”. Y esta curiosidad no es reciente. Más allá de anécdotas dispersas en uno u otro volumen de la antigüedad, han existido esfuerzos que recopilan estas curiosidades. Destaca, desde hace más de mil 600 años, el de Diógenes Laercio, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, obra que combina la doxografía y la historia para crear retratos de los pensadores clásicos, tanto los reputados como los olvidados, cuya única noticia sólo ha sido rescatada por él.

Más importante aún: conocer la vida de los filósofos, o algunos de sus episodios más relevantes, nos puede ayudar a entender su lado humano y en muchos casos la coherencia que debe existir entre pensamiento y acción. Una manera, a fin de cuentas, de llevar una vida filosófica.

A los adeptos, lectores habituales de la filosofía, no les sorprenderá el rango de caracteres de los protagonistas del pensamiento occidental. A quienes apenas se acercan a su estudio, a quienes se mueven por la curiosidad, les será grato conocer que el pensador no es siempre una persona enclaustrada, ajena a los acontecimientos de su tiempo, y que algunos son a la vez especímenes curiosos y, cuanto menos, excéntricos.

El perro

La decadencia griega llegó con la muerte de Alejandro. Para entonces, la forma de gobierno, la calidad de ciudadano de la cual no sólo gozaba, sino de la que estaba tan orgulloso el griego, había cambiado. Atrás había quedado ese esplendor en todos los campos del saber conocidos. Sin embargo, este periodo llamado helenismo también tuvo sus destellos. Destacan especialmente los sistemas filosóficos (algunos más complejos que otros) cuyas éticas han permeado hasta ahora, incluso en el lenguaje cotidiano, y que eran tan útiles para esos días aciagos como para éstos.

Esos eran los tiempos de Diógenes (de Sinope), un hombre que predicaba con el ejemplo. Para el máximo exponente de la filosofía cínica, el hombre era corrompido por la civilización. De ahí nace la necesidad de acercarse al estado natural para ser feliz, como hacían los animales. Con eso se ganó el sobrenombre de perro (kino).

Vidas, opiniones y sentencias… es una de las fuentes más ricas sobre Diógenes. Al filósofo le dedica varias páginas, pues son muchas las anécdotas que reúne de este personaje tan singular: llevaba una existencia de vagabundo, apenas vestido; renunció al cuenco en donde tomaba agua, una de sus pocas pertenencias, cuando notó que podía usar sus propias manos; vivió en un barril con apenas lo justo para no perecer; se dice, también, que atendía sus necesidades en cualquier lugar, sin importar la presencia de la gente, pues no lo consideraba una razón para avergonzarse.

De abandono

Entre Spinoza y Wittgenstein median más 200 años. Pero ambos tienen en común un origen acaudalado que decidieron no disfrutar.

Spinoza, que sería recordado como parte de la terna de los grandes racionalistas, ganó desde joven fama no sólo de heterodoxo, sino de hereje, algo muy sensible para la comunidad judía de Amsterdam, que terminó por excomulgarlo. Cuando contaba con 22 años murió su padre, un comerciante acaudalado. Sus hermanastras, entonces, aprovecharon la oportunidad para despojarlo de todo derecho sobre la herencia. El joven filósofo se armó con abogados y testigos, y luchó por todos los objetos de la casa, hasta el más insignificante. Fue un juicio aburrido, repetitivo, en el que Spinoza alegaba sentir, contrario a lo que había demostrado hasta entonces, gran apego emocional por todas las cosas que habían sido de sus padres.

Ganado el juicio, y como una vuelta a todo lo hecho hasta entonces, se quedó sólo con la cama que había sido de su madre (fallecida seis años atrás). El resto de objetos, que le pertenecían ahora legalmente, se los dejó a sus derrotadas hermanastras.

La razón de Wittgestein fue diferente. En Tiempo de magos, Wolfram Eilenberger relata que después de participar en la Primera Guerra Mundial, el filósofo quedó tan afectado que decidió legar su parte de la riqueza familiar, proveniente del monopolio del acero y el hierro, a sus hermanos. Su vida entró en un periodo de abandonos: familia, riqueza, filosofía. Decidió tener una vida sencilla, enseñando en una primaria rural.

Una década después, el filósofo decidió regresar al ambiente intelectual, para cumplir el sueño de todo estudiante de posgrado. Sus amigos, también pensadores de gran altura, le ofrecieron la oportunidad para dar clases en Cambridge, pero había un detalle a resolver: necesitaba contar con un doctorado. Para esto también hubo solución. Wittgenstein defendería como tesis el Tractatus Logico-Philosphicus, que por entonces había obtenido una gran fama entre los círculos intelectuales de la universidad.

El Tractatus es una obra singular en su forma, de una dificultad de lectura que no palidece a la dificultad de explicarlo. Una vez hecha la defensa, escribe Eilenberger, Wittgenstein se acercó a sus sinodales, los también filósofos George Edward Moore y Bertrand Russell (ganador del Premio Nobel de Literatura en 1950), para darles una palmada consoladora, algo paternal, y les dijo:

No se preocupen, sé que jamás lo entenderán.

Enfrentar la muerte

La muerte de Sócrates es un episodio central de la filosofía. Lo que sabemos del ágrafo más famoso de Atenas se debe a sus discípulos. Y de todos los escritos, destaca la Apología de Platón, en la que podemos conocer la defensa de Sócrates ante las acusaciones que cayeron sobre él.

El contexto es el siguiente. El pensador, considerado por el oráculo de Delfos como el hombre más sabio de Grecia, tenía un estilo muy particular, mezcla de humildad y provocación, para demostrar los pocos conocimientos de aquellos que decían saber mucho. En este proceso, conocido como mayéutica, Sócrates hacía preguntas hasta llegar a un punto en que las respuestas no podían ser pronunciadas por su interlocutor. Este gusto por las dudas lo extendió a todos los temas, incluidos los relacionados con los dioses. De ahí que fuera acusado de impiedad y de corromper a los más jóvenes.

Sócrates sostuvo su defensa. Sin embargo, no fue suficiente: fue sentenciado a beber la cicuta, un veneno que terminaría con su vida. A cambio, podría proponer otro castigo, siendo el destierro el que se consideraba más adecuado. El ateniense, por el contrario, estableció como pena solamente una multa. Como era de esperar, no fue aceptada por el tribunal, así que fue encerrado en espera de su ejecución. Permaneció así más de un mes. Existen anécdotas que cuentan que en ese tiempo aprendió a tocar la flauta y varios de sus amigos lo impulsaron a llevar a cabo un plan de fuga. Pero Sócrates no se movió. Ni antes ni después del veredicto tuvo la intención de escapar. Sabía que la huida no era una opción. En El pensamiento de Sócrates, Alfred Edward Taylor ahonda al respecto al decir que “si quebrantara la prisión, sería un crimen contra el Estado y contra sus leyes, un acto de traición contra el espíritu de ciudadanía. Sócrates mantenía la misma lealtad a la propia conciencia de quienes, en la época moderna, tienen ‘escrúpulos de conciencia’ a participar en la guerra”.

Sócrates bebió la cicuta y se fue del mundo, convirtiéndose en uno de los personajes más influyentes de la humanidad. Su último día, sigue Taylor, y el mismo Platón en su Fedón, transcurrió con su humor habitual, festivo, pues para él la muerte significaba, para cualquier hombre bueno, una liberación del cuerpo. De ahí se desprenden las que se consideran sus últimas palabras, dedicadas al dios de la medicina:

Critón –éste era el nombre de uno de sus discípulos, presente en sus últimos momentos–, debemos un gallo a Esculapio; no olvides pagar esa deuda.

Más de dos mil años después, el suicido fue el camino que eligió otro filósofo. Pero la situación fue muy diferente para Walter Benjamin. Este peculiar pensador de origen judío, colaborador de manera asidua en diarios y varios medios de comunicación, fue figura de la primera camada de la Escuela de Frankfurt y escribió volúmenes hoy de prestigio, como La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica o el Libro de los pasajes.

Benjamin había pasado ya por muchas decepciones: penurias económicas, la indiferencia de la academia, un divorcio y varias crisis nerviosas. Por entonces tenía más de 10 años viviendo en París, yendo de un lugar a otro. Vio crecer al nazismo y cómo, poco a poco, se acercaba a él. Cuando el temor de ser deportado era ya algo posible, fraguó un plan: llegar a Lisboa y de ahí partir hacia Estados Unidos, pero en el pequeño poblado español de Portbou se encontró con una mala noticia: por una reciente disposición, sus documentos, expedidos en París, no eran válidos. Por tanto, no podía abandonar el país. La versión más difundida (aunque discutida en años recientes) dice que el 26 de septiembre de 1940, encerrado en su cuarto de hotel y custodiado por policías franquistas, un Benjamin desesperado por lo incierto de su destino, temiendo algo todavía peor que la muerte, se administró una dosis fatal de morfina. Los pormenores burocráticos sobre su visado, serían levantados apenas días después.

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