De cuerpos insepultos
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De cuerpos insepultos

Son muchos los obstáculos legales, políticos y económicos que implica repatriar a México los restos de nuestros compatriotas indocumentados fallecidos en los Estados Unidos. No se trata de un tema menor: de acuerdo con datos difundidos en 2022 por el Colegio de la Frontera Norte, la población mexicana que vive al norte del Río Bravo supera hoy los 11 millones de personas, de los cuales 4.9 millones son indocumentados. Debido a su estatus migratorio, muchos entre esos migrantes (afectados por políticas de exclusión que les obligan a vivir en la clandestinidad), asumen que sólo podrán retornar a México cuando hayan muerto, para ser sepultados en sus sitios de origen. Así, cruzar la frontera de regreso es también cruzar el umbral de la muerte. No obstante, retorno tampoco resulta sencillo: aunque no abundan, los testimonios existentes hablan de plazos de hasta año y medio para que les sean otorgados los permisos. Estas situaciones dicen mucho acerca de las políticas migratorias entre ambos países, de las tensiones entre los gobiernos y de los conflictos éticos y legales derivados del fenómeno. Y aunque la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) reconoce que en 2022 fueron 5,150 las familias mexicanas que solicitaron algún tipo de ayuda para repatriar un cuerpo, también admite que no todos los connacionales en esa situación solicitan ayuda consular, por lo que el número de casos puede ser mucho mayor.

Desde una perspectiva jurídica suele decirse que, con la muerte, una persona pasa de ser sujeto de derecho a convertirse en objeto de derecho. No obstante, cada vez más voces cuestionan esta idea porque reduce al cadáver a la condición de objeto, y porque la muerte genera consecuencias jurídicas. Así, se vuelve a una pregunta que ha desvelado a no pocas generaciones: ¿tienen derechos los muertos?

El cuerpo insepulto de un familiar ha sido un tema constante en la literatura: basta recordar que en la Iliada, Príamo atraviesa el campamento enemigo para recuperar el cuerpo de su hijo Héctor, que ha estado a la intemperie durante doce días, y así poder dedicarle honras fúnebres. En la Antígona de Sófocles, Creonte prohíbe enterrar a Polinices porque le considera un traidor a su patria; es Antígona, hermana del fallecido, quien desafía esa orden. Pensadores como Hannah Arendt, Walter Benjamin y Theodor Adorno se han ocupado del problema desde la filosofía, mientras que entre los novelistas podemos mencionar a William Faulkner, quien en As I Lay Dying consigna las dificultades que atraviesa una familia sureña para trasladar los restos de Adie Bundren, la madre cuya última voluntad es ser sepultada en su pueblo natal. Otra historia célebre es el cuento “Desde una ventana”, incluido en Cartucho, relatos ambientados en la época de la Revolución Mexicana: una niña que se encariña con los restos de un hombre fusilado que pasa tres días tirado en la calle, frente a su casa. Y en Santa Evita, una de las mejores novelas latinoamericanas de todos los tiempos, Tomás Eloy Martínez ficcionaliza las obsesiones que despierta el cuerpo insepulto de Eva Perón.

Pero volvamos al redil. Con frecuencia, la lucha de los familiares por rescatar el cuerpo de un connacional fallecido al norte del río Bravo comienza por solicitar una visa humanitaria, permiso temporal que el gobierno norteamericano otorga a quienes tienen familiares directos enfermos/fallecidos y no cumplen con los requisitos de admisión. El trámite puede demorar varios meses, y nada garantiza que sea aprobado. Tampoco es fácil cumplir con el proceso para la repatriación de un cuerpo, pues los requisitos incluyen una larga lista de documentos y permisos. A menudo, el primer escollo que deben sortear los familiares es que los connacionales fallecidos no contaban con identificaciones oficiales. Así se manifiesta una profunda contradicción que implica documentar los restos de alguien a quien, en vida, le fue negada sistemáticamente la personalidad jurídica.

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