Entre las muchas razones para disfrutar el esparcimiento de la literatura (obras de narrativa), es elemento de excepción el arte del escritor que organiza las palabras para conducir con ellas, a la imaginación del lector, hasta el gozo. Mediante la literatura el espíritu del lector se solaza con la creación que ha solazado el espíritu del escritor.
Cartucho y Las manos de mamá son dos libros de Nellie Campobello que volví a disfrutar estimulado porque el gobierno federal dedicó este año a Pancho Villa. La experiencia de esa relectura guio mis dedos para escribir el párrafo anterior. Es que la prosa de la autora nacida en Chihuahua tiene el encanto misterioso, seductor, de la mejor literatura que sólo los críticos perspicaces, los lingüistas, los filólogos podrían explicar.
Cartucho es una gratificante obra de la literatura de la Revolución Mexicana. Es grande por su prosa, por los hechos que narra y por su estructura, no por su volumen. Es un libro de apenas 39 páginas –aunque de doble columna y letra chica– en la edición en que lo leí, Aguilar, 1964 (La novela de la Revolución Mexicana).
Pero vuelvo a lo de la palabra que encanta, la de la autora. Para relatar los hechos de su experiencia de chiquilla que vive la revolución principalmente entre villistas y carrancistas en Parral, Nellie Campobello usó la voz de la niña que fue. Las muchas muertes que ocurren en Cartucho sólo la inocencia pueril podía relatarlas. Por ejemplo, escuchémosla cuando narra que un uniformado carrancista pasa y pasa por enfrente de su casa: “El usaba espada brillante, botones ‘oro y plata’, decían mis empañados ojos de infancia.” Resulta sugestiva, provocadora para mi imaginación, la secuencia de palabras “mis empañados ojos de infancia”.
Si la voz pueril resultó la mejor para hablar de la muerte, son los ojos la principal puerta de la percepción que usa la niña de Cartucho para captar y transmitir la realidad; a veces los menciona, otras veces no, como cuando después de una refriega entre villistas y carrancistas los balazos atruenan cansados, intermitentes. De pronto en la calle aparece un combatiente a caballo, le falta una pierna y lleva una muleta atravesada en la silla. La narradora y su hermana lo miran. Esta le dice lo amarillo que se ve. La niña narradora comenta: “Va blanco por el ansia de la muerte […]”. El lector se imagina que, desencantado de la vida por la falta de su pierna, el combatiente se ofrece a la muerte, va, como dice la niña, con “ansia” de la muerte.
En otro pasaje sí aparecen los ojos, ya lo dije, empleados como instrumento con el que la narradora entreteje la belleza de su prosa. Sucede cuando revolucionarios de una brigada villista dormían en el cuartel: “Los hilos de su vida los tenía el centinela dentro de sus ojos.” Qué sugiere la autora con esa sutil metáfora. Que si el centinela no veía las amenazas pululantes que poblaban la noche donde el enemigo carrancista acechaba, si sus ojos cedían al peso del sueño, arriesgaría su vida y la de los acuartelados.
Es florido el campo metafórico, los usos de la palabra en sentido figurado en Cartucho, de Nellie Campobello. Concluyo con la estampa en la que el villista apodado Kirilí se mete a bañar en el río. Pronto los demás le avisan que vienen los carrancistas. El no les cree y no se sale de la corriente: “[…] el Kirilí se quedó dentro del agua enfriando su cuerpo y apretando, entre los tejidos de su carne porosa, unas balas que lo quemaron”.
La palabra sirve no sólo para la necesaria comunicación llana; en la literatura lleva a la satisfacción espiritual. El oficio de lector desarrolla el gozo de la palabra. El encanto de la literatura de ficción se encuentra no sólo en el relato de los hechos, se encuentra también en el uso artístico de la palabra.
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