“¿Habría preferido el silencio estático, el reposo absoluto?” se pregunta Tatiana, joven fotógrafa mexicana, frente a una nota encontrada en la red: en la actual Bielorrusia se ha hallado una fosa que contiene los restos de más de mil personas sepultadas vivas durante el Holocausto. La nota es real y viene referida en Samovar, la más reciente novela de Ethel Krauze, publicada este año por el sello Alfaguara.
Con 196 páginas organizadas en 16 capítulos, Samovar cuenta la historia de cuatro mujeres: la primera es la ya mencionada Tatiana, quien lleva la mayor parte del tiempo la voz narrativa. De ella sabemos que intenta retomar su vida tras un divorcio reciente, y que no está del todo segura de su vocación. Una tarde, tras un festejo, se compromete a comer con su abuela todos los miércoles, lo que desata una serie de conversaciones que le revelarán insospechados (y a veces dolorosos) episodios familiares. La situación se complica porque Tatiana ha elegido los miércoles para encontrarse con un amante a quien apoda “el criminal”, un hombre casado y con hijos, mayor que ella, a quien desea y aborrece por igual.
En las conversaciones de los miércoles escuchamos también la voz de su abuela Anna, una mujer nacida en Rusia que soñaba con ser matemática y que emprende un balance de su vida tras décadas de esfuerzos, de dos matrimonios y de haber pasado por Francia e Israel antes de establecerse en México. También está la tutta Lena, hermana mayor de Anna, con quien comparte casa y cuyas memorias ofrecen un contrapunto a los recuerdos de la abuela. Y está Modesta, la empleada doméstica que ha acompañado a la familia durante media vida y cuya presencia en la novela es fundamental, pues irrumpe en los diálogos para contrastar los recuerdos de aquella Europa lejana con las vivencias en su pueblo natal en Oaxaca. Así, por ejemplo, cuando la abuela habla con horror del Holocausto, Modesta evoca las turbulencias que trajo a su pueblo la lucha revolucionaria: “porque aquí también fue pura matazón, no te creas”.
El título de la novela proviene de aquellas teteras rusas que forman parte de la cultura del té. De su vida en Rusia, la abuela conserva un samovar que, a pesar del óxido, se enciende y propicia los recuerdos de la misma manera en que lo hacen otros objetos como la antigua vajilla y su colección de muñecas. No obstante, pronto queda claro que ninguno de esos objetos será, para Tatiana, la herencia más preciada de la abuela. El legado mayor es el lenguaje. “Mi abuela Anna vivía en el idioma”, dice Tatiana en la página 61, al abrir un libro en idish, escrito con letras hebreas. Con la recuperación del idioma que ella creía perdido, arriba un mundo entero: si, como decía Sartre, nombrar una cosa es transformarla, aprender las palabras con que otros aluden al mundo es transformarse uno mismo y permitir que otros intervengan en la propia identidad.
Las conversaciones entre Tatiana y su abuela se convierten en lo que Enriqueta Ochoa llamaba asaltos a la memoria. Entre los temas que abordan están la relación con el propio cuerpo, la violencia intrafamiliar, la tolerancia, la trascendencia de estrechar lazos con la comunidad de origen.
Las situaciones en claroscuro planteadas por Ethel Krauze en esta novela propician una reflexión en torno a las categorías que utilizamos para sobrevivir el día a día: ni la bondad ni la maldad existen en estado químicamente puro. En muchos casos se trata, más exactamente, de dinámicas relacionales: ¿se puede hacer el mal a otros obrando bien?
Frente al lugar común que dicta que la Historia se preserva únicamente en libros y documentos, novelas como esta nos recuerdan la importancia de la conversación: fugaces como burbujas de oro, las conversaciones nos vinculan con el mundo. En suma, Samovar es una historia entrañable y profunda, atravesada por brillantes reflexiones en torno a las maneras en que se construye y se preserva la memoria colectiva.
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