En una crónica publicada el 26 de octubre de 1968 en el Jornal do Brasil, Clarice Lispector recuerda que de niña solía visitar, los domingos, la casa de la empleada doméstica de la familia en los arrabales de Recife: “vivía con el corazón perplejo frente a las grandes injusticias a las que se someten a las llamadas clases menos privilegiadas […] Lo que veía me hacía prometerme que no dejaría que aquello siguiera sucediendo. Quería actuar”.
Corrían los años sesenta, década en que, de acuerdo con el académico norteamericano John Beverley, hubo un desarrollo del testimonio “particularmente concentrado en los países del Tercer Mundo o entre las minorías nacionales o subculturas de las metrópolis”. Pero no era un asunto pasajero: entre 1967 y 1968, Lispector había abordado en su columna al menos once veces el tema de las empleadas domésticas. Cuatro de esas crónicas están dedicadas a Aninha, una empleada que trabajaba en su casa. La primera, publicada el 25 de noviembre de 1967, se titula “La mineira callada”. Se trata de un pasaje narrado en primera persona, siempre desde la perspectiva de la periodista/patrona. Lispector describe a la empleada como una mujer que “raramente habla” y cuando lo hace “le sale una voz bajita y apagada”. No obstante, un día Aninha se atreve a hablar y lo hace para preguntarle a su empleadora si escribe libros. Cuando Lispector asiente, la muchacha le pide uno de esos libros en préstamo. “Fui franca” continúa la novelista: “le dije que no le iban a gustar mis libros porque son un poco complicados”. Acto seguido, sin dejar de trabajar y “con una voz aún más baja”, la muchacha contesta: “Me gustan las cosas complicadas. No me gusta el agua con azúcar”. Así termina la crónica. De este modo ha sido la empleada quien pronuncia la última palabra.
Una semana después, el 2 de diciembre, la periodista vuelve a tocar el tema de las empleadas domésticas. Tras consignar cambios en Aninha, quien ahora “hace la plática” con una voz “mucho más clara”, evoca a otras empleadas que han estado a su servicio, entre ellas una empleada anónima “demasiado malcriada, demasiado furiosa”, cuya mayor transgresión era trabajar “con el radio de pilas a todo volumen acompañado por su canto de voz aguda y altísima”. Dos semanas después, la columnista vuelve a dedicar su artículo a Aninha: nos cuenta que tras lo que parece un brote psicótico, la muchacha ha sido internada en una institución psiquiátrica. Luego de definir su caso como “muy grave”, Lispector escribe: “Aninha, querida, te extraño, extraño tu modo gauche de andar. Voy a escribirle a tu mamá en Minas para que te venga a buscar. ¿Qué te pasará? No sé. Sé que continuarás siendo dulce y loca el resto de tu vida…”. No obstante sabemos, por la cuarta y última entrega, que poco a poco Aninha va mejorando: aún no la dan de alta en el psiquiátrico, pero ya le permiten hacer breves salidas. Y sin embargo cada vez escuchamos menos la voz de la muchacha. En esa última crónica se limita a hacerle una pregunta a su antigua patrona: “¿Usted todavía escribe?”.
En al menos una decena de artículos entre 1967 y 1968, Lispector expresó sus dudas respecto al género periodístico de la crónica. El 22 de junio de 1968, en una columna titulada “Ser cronista”, la escritora declara: “Sé que no lo soy, pero he meditado ligeramente sobre el tema”, para después preguntarse: “¿La crónica es un relato? ¿Es una conversación? ¿Es el resumen de un estado de espíritu? No lo sé…”.
En enero de 1968, redacta la que pudiera ser la última entrega correspondiente a la mineira Aninha, pero lo hace en forma de cuento. De este modo nace el relato “La criada”, en donde los desencuentros entre la trabajadora doméstica y su patrona se resuelven de manera silenciosa: acaso inconforme con el trato que recibe, la empleada comienza a cometer pequeños hurtos. Así queda claro que la última palabra en una discusión no siempre se pronuncia en voz alta.
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