No existe un chacal autocrítico
El tábano, la langosta
la tenia y el caimán
viven como viven y así están satisfechos
Wizlaba Simborska
“Con toda humildad, debo reconocer que lo mío, lo mío, es hacer el bien”, dice una amiga que, como recomiendan las corrientes individualistas, se ama y se admira a sí misma. “Soy incapaz de mentir, nunca lo he hecho”, asevera un mentiroso. “A mí el dinero no me interesa, no soy un vulgar ambicioso”, mañanea el rey del cash. “Lo que más valoro es mi honestidad”, justifica todo deshonesto. La obra maestra de la desmedida auto admiración es la de mi padre, quien con frecuencia blasfemaba: “¡Dios! ¿Por qué me hiciste tan inteligente si me ibas a rodear de puro pendejo?”
Siempre he pensado que no hay quien lo supere en este despliegue de arrogancia. “No hay nada más bestial que una conciencia limpia en el tercer planeta del sol”, dice Wislawa Szymborska. El tránsito del autoengaño al delirio implica sumergirse en una realidad paralela. Tener otros datos y creerlos. Desentenderse de la verdad incómoda para habitar un mundo creado según esos delirios. Se le conoce como síndrome de Hibris (palabra griega que significa “arrogancia”), dolencia cuyos síntomas definen así los psiquiatras: alejamiento de la realidad, lenguaje mesiánico, convencimiento de poseer la verdad y de no tener que rendir cuentas ante la opinión pública.
Las personas convencidas de su buena conciencia lo saben todo, se sienten ejemplares desde su imaginada superioridad moral, van por el mundo dando consejos: “tú lo que debes de hacer…”, “yo sé lo que te digo, es por tu bien…”, o el consabido “te lo dije”. Se sienten puros, libres de pecado, capaces de adoctrinar a su amado pueblo con un engendro que definen como “cartilla moral”.
¿Cómo le harán para admirarse tanto? ¿Será eso lo que llaman tener una alta autoestima, o sólo se trata de estupidez? Sumar a la desmedida auto alabanza la de los aduladores que provee todo puesto de poder, hace que cualquier cretino alcance la intoxicación total; que caiga en la obstinación, pierda los estribos y acabe por resultar patético.
La gente que padece el síndrome de Hibris siempre tiene otros datos en los que cree sinceramente. Desconoce la complejidad de la vida y lo reduce todo a un discurso maniqueo que ofrece seguridad al limitar la realidad a dos categorías: pueblo bueno si, por las razones que sean, acepta sus otros datos; pero si te atreves a pensar diferente, correspondes al pueblo malo. Ellos están bien, tú estás mal. Conmigo o contra mí. ¡Ash, qué pesados! A mí me cae menos mal un delincuente que un engreído.
Militantes de la fantasía, sumergidos en su propio delirio, crean una realidad paralela ante una realidad que no se pliega a sus deseos. El monitor es el mismo, pero ellos ven un mensaje diferente. Se perciben a sí mismos ejemplares, mesiánicos, ombligos del mundo. Debe ser por eso que en el mundo hay más ombligos que sesos.
Es natural que, de algún modo, los seres humanos reconozcamos nuestra propia valía (amor propio, se le llama) pero la necesidad de reivindicar nuestras virtudes es de por sí sospechosa. Los hechos hablan por sí solos aunque en la realidad virtual que estamos viviendo es decisivo el like. En la campaña política más larga de la historia de México, las corcholatas sonríen, abrazan, cargan niños, se muestran amables y conciliadores. Caras vemos… para conseguir el voto nos muestran una cara que nada tiene que ver con sus verdaderas intenciones.
En este momento en que todo nos empuja a autopublicitarnos, resulta fácil caer en la trampa de la arrogancia. Como tantas otras cosas, el viejo valor de la humildad parece destinado a la extinción. Debo reconocer que yo misma me tengo en un alto concepto, lo que me humilla es nunca poder estar a su altura.
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