Confusión
Nuestro mundo

Confusión

Nuestro Mundo

Hay un momento en la vida donde la muerte te sorprende, no porque la desconozcas, sino porque la tienes tan cerca que adquiere otra dimensión. Los dedos de las manos son insuficientes para contabilizar las pérdidas. Es natural; a mayor edad, más proximidad.

La recurrencia no mengua el dolor, es casi obligado pensar en la finitud de la propia vida. Entonces los recuentos, las evaluaciones de lo hecho y de las omisiones son más claras, piensas en “tus pendientes” y eso te lleva a desnudar el alma.

¿Fui buena con mis padres? ¿Supe ser hermana? ¿Cómo me recordarán mis hijos? ¿Dejé huella en alguien? ¿Serví de inspiración en un momento de crisis? ¿Fui generosa? ¿Ofrecí disculpas y solucioné diferencias? ¿Traicioné mis principios? ¿Me alejé de Dios? ¿Aproveché mis talentos y los puse al servicio de los demás? ¿Hice del dinero mi meta? ¿Me vi en los otros? ¿Hice algo para remediar el sufrimiento, la pobreza, el dolor físico de otras personas? Me doy cuenta de que las preguntas se agolpan y no termino de formular una cuando llega la otra. Las respuestas pueden ser brutales o se puede caer en el garlito de la conmiseración hacia nosotros mismos, encontrando justificaciones y argumentaciones benévolas hacia cierto proceder.

Luego vienen las preguntas prácticas: ¿Cómo me voy a atender si enfermo? ¿Tengo cubiertos los gastos que implica morir o prefiero dejar a los vivos esa responsabilidad? ¿Que me incineren o que me entierren? ¿Con sepelio o sin sepelio? ¿Tengo testamento? ¿Es mejor ceder en vida? En fin, a nadie nos gusta ocuparnos de todo ello pero, a la luz de los problemas que puedes dejar, es necesario hacerlo.

Yo no le entiendo a la vida y tampoco a la muerte. Y no le entiendo porque me hago muchas preguntas, algunas pertinentes, otras innecesarias; pero, bueno, cada quien es como es.

No le entiendo a la vida porque encuentro que el sufrimiento es una constante, porque la alegría es efímera, porque la preocupación nos desbarata emocionalmente, porque la pobreza existe, porque alguien estará muriendo ahora mismo sin asistencia y en soledad, porque la maldad se manifiesta constantemente, la ambición también, porque los niños son agredidos y los ancianos olvidados, porque la violencia sexual es incontrolable sin importar edad o género, porque no nos aceptamos como somos, porque no trabajamos en nosotros mismos, porque somos indiferentes, porque solo lo mío cuenta.

Y al final tal vez podríamos decir: “¿Y tanto para esto?”, cerrar los ojos y exhalar. Se queda un cuerpo inerte, frío y se acaba la vida como la conocemos. La fe de que hay una eternidad prometida por Dios da fuerza a los dolientes y tranquilidad a quien expira, pero lo cierto es que se acabó la función.

Morimos, ¿y dejamos de ser? ¿O siempre seremos, aunque estemos muertos? Antonio Machado lo expresó bien: “La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos”.

Supongo que cada muerte es distinta, así como cada nacimiento lo es; supongo que el cuerpo se resiste instintivamente a la muerte y luchará por recuperarse; supongo que hay quien se aferra a la vida y hay quienes la sueltan con más facilidad; supongo que todos sabemos las experiencias del túnel, de la luz, del reencuentro con quienes más amamos, pero nadie aprende en cuerpo ajeno y habremos de vivir la muerte (¡vaya paradoja!) hasta que muramos, y eso implica un proceso que nadie mejor que los médicos y los tanatólogos para explicarlo (no es mi intención hacerlo).

Todo lo suponemos, todo lo imaginamos, todo lo esperamos.

Ya sé que tendría que cerrar este texto diciendo que por eso hay que vivir a plenitud, que es el presente y no el mañana lo importante, que para qué martirizarse pensando en la muerte, pero hoy (y tal vez solo por hoy) me cuesta. Creo que reconocer la confusión mental y la disgregación emocional se vale, procede.

Por lo pronto, en tanto que la marea baja, no me muevo, no hago nada, porque finalmente la muerte ocurrirá cuando tenga que ser.

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