A la luz de algunas postulaciones de la antropóloga Rita Segato, he releído Encuentros en Oaxaca, de Carlos Montemayor. A inicios de 1983, el poeta y novelista chihuahuense acudió a la capital de aquella entidad a impartir un taller de poesía con promotores de lectura pertenecientes a comunidades zapotecas, chinantecas y mixes. El autor tenía 35 años y sus inquietudes en torno a las lenguas le habían llevado a matricularse en Estudios Orientales en el Colegio de México, donde había aprendido hebreo, griego clásico, latín, maya, francés, portugués, italiano e inglés. El taller es impartido en las instalaciones de la Delegación de Culturas Populares en Oaxaca, a donde los promotores han acudido desde sus respectivas comunidades. Se persiguen dos objetivos: por un lado, Montemayor está desarrollando sus investigaciones en torno al valor que tienen la poesía y los relatos en las comunidades indígenas de Oaxaca, Veracruz, Michoacán y Yucatán; por otra parte, han sido los propios mediadores quienes han solicitado cursos para aprender “cómo es un poema y qué requisitos debe tener”. No obstante, no todo marcha sobre ruedas: al llegar a Oaxaca, el escritor advierte entre los antropólogos un alto nivel de escepticismo frente a la idea de que los indígenas participen en un taller de poesía.
No es casual que esta historia se desarrolle a inicios de los ochenta, según nos cuenta Rita Segato en su Crítica de la colonialidad en ocho ensayos y una antropología por demanda. Para Segato, la antropología está marcada por una fuerte pugna entre dos visiones del trabajo de campo: una que podríamos nombrar como ortodoxa, en donde los investigadores asumen que ellos conocen mejor que nadie las necesidades de los individuos que constituyen su objeto de estudio, frente a otra que coincide con lo que Segato llama antropología por demanda, en donde el “objeto” de estudio deja de ser visto como tal e interpela al investigador, le deja claro qué espera la comunidad de él e incluso le demanda el uso de su ‘caja de herramientas’ para responder ciertas preguntas y contribuir así al proyecto histórico de dicha comunidad.
En el texto de Montemayor resulta fácil identificar estas posiciones encontradas. La visión ortodoxa es representada por el equipo de antropólogos: en un comentario consignado por el escritor, los indígenas desconfían porque “muchos llegan a trabajar con ellos, pero al final trabajan sobre ellos”. Más aún, llegan a verlos como contrarios a los intereses de la comunidad. Tanto así que uno de los mediadores indígenas, de nombre Javier Castellanos, toma la palabra para decir que “todos los libros que hasta ahora se han publicado sobre nosotros han sido hechos por otra gente, por nuestros enemigos”.
Montemayor da inicio a su taller hablando de los clásicos griegos, del canto de Gilgamesh y de los estudios de campo de Lord entre los cantantes yugoeslavos. Ninguno de los temas parece conectar con su audiencia. El escritor se siente como si estuviera “atravesando por un doble examen: el de los indígenas y el de los antropólogos”.
A pesar de que han sido los mismos indígenas quienes han solicitado el taller, el hecho de que el curso sea impartido en las instalaciones de la Delegación de Culturas Populares y en presencia de los antropólogos, les hace adoptar una posición de abierta desconfianza. El ya mencionado Castellanos le dice a Montemayor: “Quizá sea mejor que no estemos con usted. Porque a usted sólo le interesa el aspecto estético y para nosotros esto es una lucha por sobrevivir, por impedir que nos sigan destruyendo”.
El poeta y novelista comprende que los participantes en el curso le han asumido como un representante del gobierno, y aclara: “nadie me pidió que hiciera este libro. Yo me dedico a escribir y ése es mi trabajo”. También explica: “no les diré cómo escribir ni que escriban de un modo o de otro. Me esforzaré por comprender qué quieren escribir y qué les interesa”.
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