No, no es gratuito que en un país democrático el poder judicial sea independiente. Tampoco que sus integrantes no sean electos por voto popular. La función de los jueces y los magistrados, incluso los ministros de la Suprema Corte, es muy distinta a la de un ejecutivo o legislativo, que precisan de validación por el sufragio ciudadano. La responsabilidad de los jueces es asegurar que todos en la sociedad, incluso los poderosos, acaten las leyes; esta función requiere conocimientos especializados de derecho que el votante promedio no puede evaluar.
“No hay tiranía más grande que la que se perpetra bajo la protección de la ley y en nombre de la justicia”, afirmó en el siglo XVIII el barón de Montesquieu, quien argumentaba que las instituciones de un país no deben usarse para violar los derechos individuales. Rechazaba la idea de que el poder político se concentrara en una sola persona, en un monarca. Los contrapesos, decía, son indispensables para construir una sociedad justa.
Montesquieu propuso la división de poderes, un esquema de gobierno en el cual el ejecutivo debía gobernar, el legislativo aprobar las leyes y el judicial aplicar la ley. Lo hizo en El espíritu de las leyes, que publicó en 1748 de manera anónima, porque la idea era revolucionaria, y que la Iglesia Católica condenó en su Índice de Libros Prohibidos. Dividir los poderes era una idea peligrosa para los monarcas, pero también para el papado.
Hoy la división de poderes es considerada un elemento fundamental en cualquier república. Todos los países democráticos la han adoptado en sus constituciones. Incluso las dictaduras fingen respetarla. Irán, Rusia, China, Cuba, Venezuela o Nicaragua, cuyos gobernantes concentran todos los poderes, cuentan con asambleas legislativas y jueces, que no gozan, sin embargo, de independencia.
En México vivimos durante décadas en un régimen que el escritor peruano Mario Vargas Llosa, ganador del Premio Nobel de Literatura, describió como la “dictadura perfecta”. Era un sistema con elecciones, un congreso de dos cámaras y un sistema judicial, pero solo en el papel. En la práctica, el presidente tomaba todas las decisiones importantes. Era una presidencia imperial, para citar al historiador Enrique Krauze.
Un largo proceso llevó al país a superarla. Las reformas electorales de los años noventa hicieron posible que la alternancia de partidos en el poder se convirtiera en norma, en vez de excepción. El presidente fue cuestionado, incluso en sus informes de gobierno, que con anterioridad habían sido “el día del presidente”. A partir de 1995, los ministros de la Suprema Corte fueron designados en el Senado por mayoría calificada, lo cual obligaba a acuerdos con la oposición, a partir de una terna propuesta por el ejecutivo. El máximo tribunal empezó a dictar sentencias que no eran las que quería el ejecutivo. México se convirtió gradualmente en una verdadera democracia con división de poderes.
Hoy, sin embargo, un presidente muy popular y poderoso ha puesto en peligro esta división de poderes. Andrés Manuel López Obrador logró mayorías absolutas en las dos cámaras del Congreso y pudo ordenar a sus legisladores aprobar las iniciativas que quería, aun sin permitirles leerlas. Ha emprendido también una campaña de ataques al poder judicial y a la presidenta de la Suprema Corte, la ministra Norma Piña. Mantiene, junto con los conservadores de antaño, que el gobernante debe concentrar todo el poder. No recuerda las palabras de Lord Acton: “El poder corrompe; el poder absoluto corrompe absolutamente”.
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